Y resultó que la vida era eso: un gesto, una palabra, un recuerdo, una acción, el detalle. O lo caro del quererse, o la literalidad del amor.
Quizás debió habérselo preguntado Jacinto al peluquero. Porque Jacinta ni fue capaz de decirle que ya no había relación. Tuvo que ser a distancia, con un aparato llamado teléfono, cuando adivinó o hubo de entender que todo el resquemor, la cizaña, aquel embarcadero, una estufa, el tatami, y hasta un alcornoque quedaron reducidos al destino de si acaso cruzarse. Y encima con miedo, porque Jacinta no quería tener problemas.
Como un cielo le sentó a él. Enterito. A ese que creía que la ruta pasaba por el hombre, y la mujer, o viceversa, y de ahí al destino. Y no era especulación ni conjetura. A Jacinta le faltó decirle, mezclando la voluntad o lo voluntarioso del quererse: “O eres pacifista como yo o te parto la cara”. Un cielo que se le cayó del todo. Porque o se quería como ella o no se quería.
Jacinto le preguntó por los amores desiguales, que, si conocía a alguien que siempre hubiera estado enamorado de su pareja en el devenir de los tiempos y de cada día, de cada hora, de cada minuto y de cada segundo juntos y separados, cosa que no se puso en duda por parte de ella. Le preguntó concretamente por uno, muy claro, el primero que le salió. Así, sin pensarlo, quizás no hubiera sido el ejemplo más favorecedor para él, pero también valía. Solo que no hubo campo más propicio para la humillación y la desazón que el amor entendido tal y como ella lo sentía, que ni reduciéndolo a prestamista de última instancia.
Pero sí, la vida era eso. Amar para dejar de amar; dejar de amar para empezar a amar a otros o para quedarse solos, por un rato o para siempre. Ese era el dogma. Familias muy juntas, que no unidas. En soledad… Alguien vulgar podría haber reducido toda la relación de Jacinto y Jacinta a que cuando se les acabó el glamour solo quedaban las habitaciones de hotel y los aeropuertos. Y ni eso. Ni él ni ella llegaron jamás a meter las cosas bajo la cama a patadas de esposa o de marido.
En palabras del día a día la memoria siempre ayudaría a olvidar, otra cosa es quisieran y pudieran. ¿Cuántas veces volverían a saborear un café que les pudiera saber a ventana desde donde verse, hornear un hojaldre del mejor rincón que compartir, o un bizcocho de tantos cocinados cual beso? Si bien, ninguno lloró con todos sus ojos.
Que la gente debía morir en su cama, los dos podrían haberlo compartido; más el borrón y la sonrisa nueva ya estaba puesta. Un día antes, y sin saberlo ni dirigirse expresamente a Jacinto, el peluquero comentó en sus haberes a otro cliente que había que ser metódico en todo. Y ejemplos puso, muchos. Todos los oyó el tonto de Jacinto sentado en otra butaca de la peluquería, sin darle mayor importancia. En un mundo perfecto no se hubieran conocido Jacinto y el peluquero; ni tampoco él y ella, la de los caprichos del destino. La que le decía, una y otra vez, que le quería, hasta que dejó de quererle tanto que zanjó la relación por su cuenta y riesgo sin ni llegar a decírselo, dándolo por hecho hasta que él llamó y se dio por enterado. Porque Jacinto era de esos hombres tontos. Que cuando estaba, estaba, bien o mal (no por ella), pero que estaba a su modo. Un hombre no podía ser otra cosa que lo que hiciera de sí mismo, a fin de cuentas.
Costaba creer que días antes ese mismo le hubiera propuesto mirar algo para irse unos días juntos, de vacaciones. A lo que ella le respondió que lo mirarían juntos, como si todo, como si nada. Y que el amor fuese cariño, confianza y sabiduría, como si nadie. Deseo y total similitud. Respeto y aprecio. Amor de vivo afecto y de desearle lo mejor a la otra persona.
Amor de no tenerlo, más bien, llegados a esa voluntad superior. Amor de haberse acabado, pareciera. O del tener que acabarse y seguir cada cual su camino, destino y caprichos. Amor a secas. De nada, de nadie. Comodidad y lejanía.
Y así se quedaron: desnudos. Pues ellos siempre fueron de donde quisieron ser, y pertenecer a quienes desearon pertenecer; otra cosa es que no supieran ser lo que querían, ni cómo hacerlo. Usureros y herejes, posiblemente, creyendo que el placer más intenso y más puro, exaltante, residía en la contemplación de lo bello. Los mismos que mientras se quisieron se entendieron sin la necesidad de las palabras. Quererse de quererse, no de quererse y no estar. Porque Jacinto, llegado el momento en el que debiera haber usado palabras para retenerla, no quiso o no pudo, tonto y harto de la literalidad del amor o lo caro del quererse. Ella, con su borrón y sonrisa nueva, de esas que se pintaban (como si con ello se consiguiera la intensa elevación del alma y los días). Quién sabe si a la espera de que un hombre maduro la fuera a elegir y aceptar como la mejor entre muchas mujeres, alta o bajita, de piel blanca o morena, gordita o delgadita, tuviera estrías o marcas, etc.
Al que se muera en domingo deberían meterlo en la cárcel, faltó ponerle a la firma Jacinta a su querido; y que el Mediterráneo era un mar de pobres. Cosa que no hizo, por buena, pero doler, dolía, caprichos del destino.
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