– ¡Lo ves!, ¡tachán!- expresó ella, abriéndose y cerrándose intermitente.
Y nada de irrefrenables deseos.
– En la familia somos así señorcito, nos mantenemos como el primer día. En Michigan estarás bien, hay cero límites. Y tendrás un coche nuevo. Procura descansar un poco. Buenas noches- dijo muy notable.
-No puedo- dominó él, con carácter débil.
-¿Qué?- lanzó ella otro paso asociado. –Lo dicho, descansa.
-He estado fuera, caminando, pensando- observó él formando parte.
-¿Qué vamos a hacer?- preguntó ella con la mirada fija. –Mañana.
-No lo sé. Yo también tengo experiencias- expresó mesándose el cabello.
-Por primera vez no me miras el pendiente de aro- concretó ella.
-Tú y tu estilismo. ¡Tanta redondez! ¡Soy un hombre no un te quiero!, ¡déjate ya el piercing!
-¡Sí señor! ¡Es la hora chico!- dijo ella con gancho, envalentonada, metiéndose en el cuerpo a cuerpo. –Eres un donnadie. Asáltame, pareces rendirte.
Sin embargo él no se amilanó y le tomó la iniciativa, enmudeciéndola:
-Te deseo suerte, y no creo que la bata te esté grande- la pinchó estable.
-Prefiero la expectación amiguito- se agarró a capear el temporal. –Ven.
-Me gustabas más cuando te cultivabas con la revista- la ninguneó.
-A nadie le gusta parecer torpe- adujo ella.
-Sí, tú sigue viviendo el cuento de la Cenicienta. Golfa.
Pero algo flotaba en el ambiente.
-En aquellos tiempos me lanzabas un dólar. Lo alcanzabas tú mismo.
-Sí, todo un espectáculo- la demolió.
-Yo no pido un favor dos veces, es mi mejor bandera- no se puso roja.
-¿Hablas conmigo?- construyó su paz.
-¡Bocazas!- exclamó presa. –De ser tú ni existiría el menor aire.
-¡Bien!, bien. Se puede saber mucho de una persona por sus zapatos, ¿dónde los dejaste?- dijo de forma evidente.
-No lo sé tío grande, ¿qué importa? ¿Ahora te extrañas?
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