Minutos antes había desmadejado sobre la cama, entreabriendo los ojos, a una de las hijas de esa mujer que les dio cobijo, alimento y a la vez derrota y éxtasis, dejándola como muerta tras dos o tres sacudidas violentas.
Y si no fue él, fue otro más discreto, desembarazado y eficaz que se zambulló en ese deseo, pues la piel de la adolescente con la luz que dejaban entrar las cortinas, anaranjada y cálida, tuvo una textura labrada y pulida como de piedra preciosa, meticulosamente bella en esa fracción de segundo en la que la menor dudó de su condición de Amish, desvergonzada y sublime, dejándose a ese escorzo de la refriega entre los cuerpos y esa resistencia íntima y profunda del pudor sostenido y culminante, para luego tener que pasarse el resto de su vida callándose y escuchando a gente que se lo callaría también.
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PEBELTOR (El imperio de lo sentidos)
¿Nos bañamos en un libro?
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