Cada mañana la arropaba, sin que la misma suspirase. Para el desayuno. Le decían todos los nombres, y le hacían gracias. Los niños le ofrecían pastelitos redondos rellenos de dulce de leche o crema pastelera cuando no se enteraba nadie, o alguien disimulaba.
Y justo antes de abrir las puertas le tiraban un beso.
Las meriendas ya eran otra cosa. Y una vez llegaron a reunir a cien personas. Solo una vez, porque casi la asfixian.
Ave María Purísima le decía la abuela sin pecado concebida, como aurora que anunciaba la llegada del sol.
Los pájaros, al menos de siete especies, no se explicaban su mudanza. Viéndola con respeto, que no con desdén, asomándose levemente desde el balcón. Uno, una vez, llegó hasta la faldilla.
Fue de lo poco que quedó tras la venganza del campo, aquel apocalipsis amarillento, con las epidemias, las fieras salvajes y volver a matarse con la espada.
Un padre, roto y sumido en el dolor más absoluto. Pero padre, y madre también, frente a la fugacidad y el colorín de la sangre fresca. La resistencia de una generación casi olvidada, por el eco de las bodas y la mirada del alma.
PEBELTOR
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