Uno es de los que sueñan por darle sentido a la vida, ya sea con la elegancia de un vestido, unos bellos susurros, o lo bueno de cualquier materia prima. Si bien, el mero hecho de creer en las ánimas, no me dota de la suficiente intriga y corte intimista que mi ser requiere, por eso busco entre la realidad; y sé que en el fondo quiero ese azar verdadero. De sólo pensarlo ya me nublan las tinieblas, por eso intento tener dos fidelidades. Una la baso en el planteamiento racional, venido de la mano del filósofo Descartes, que en su día enunció: “para poder vivir bien, hay que vivir sin ser visto”… La otra, se fundamenta en los discretos placeres que te van pillando desprevenido. Con ambas tesis, modelo una sinceridad hermosa y casi desesperada, retomando esa ineludible cita con los extremos de abrirle una ventana a mi ser con otras palabras. Quizás no sea lo mejor, pero es que escucho soplar el viento, y ese sonido me confunde, no llego a saber interpretarlo del todo, ahora bien, lo sigo, o los mismos aires viciosos me siguen… soplándome: “para ser feliz, a veces hay que obligarse”.
Y es que los sueños humildes del cuidado lo cubren todo, son la candela de la razón y el compás de la desilusión, haciéndome ver que el aislamiento no siempre funciona, de ahí, que la interminable esencia de las soledades de lo cotidiano, me llevan a seguir preguntándome si realmente debo sentir el peso de ese pañuelo que se enganchó en una rama quedándose a mi paso, o si fui yo quien se entrelazó con la rama y deshilaché esos acordes tan distintos, queriéndolos ver como algo primoroso… Supongo, que todo es una sombra de lo que uno acaba haciendo. No obstante, la música de esos ecos no es tan tonificante como debiera, resuena una explosión fresca e impura, de luminosa decadencia que hay que domar, porque tal y como le viene sucediendo a las economías, las brújulas no entienden de éticas, sino de la necesidad de no hacernos diferentes, llevándonos siempre a los mismos derroteros. En ese desplome, tiro de reservas para mantener el tipo, e intento crecer. La otra mitad, esa que no se ve tan claro y tiene un acento venido del sur, hace lo propio. Cada cual en su empresa, nos buscamos, nos enmarcamos, y hacemos buenos los principios de la confusión, tomando distancias difuminando los recuerdos, pero no se puede hacer como que no hubiese pasado nada; la esperanza no entiende de disimulos.
No todo serán los eternos y acogedores suspiros, sin ser ajenos a la búsqueda de ese símbolo que dé un estilo eterno afín de aplacar los desánimos; antes habrá que enjugar al poder del olvido en las cercanías, riéndonos y retratando los confines, atemorizándonos igualmente. Como humanos, amantes fieles o calamitosos, tenemos secretos difíciles de explicar, y mucho miedo a ser incomprendidos; pero lo más cierto, es que cuando se huye de la verdad, no hay un mundo más singular, profuso y detallista que el momento de cobrarse esa cantidad pendiente: la verdad deseable. Como cazadores de sentimientos, toca enfrentarse a ella, proyectando lo que se quiere… Y tras largas esperas, se nos muestran unos instantes inciertos, donde se prueban los fraudes y las rutinas de esas ansias de buena normalidad, así como que: el querer, se tiene o no se tiene.
De ese ruido va este periplo, donde el cobrador de morosos sólo quiere oír el ruido del dinero, y tantos otros, cómo crece la hierba junto a esa persona tan especial, semidormido a horcajadas en una pretenciosa y escogida libertad individual con toda la responsabilidad que conlleva, así como las emociones que dan significado a esas vidas unidas. Es puro existencialismo maquinado para convertir en visible lo oculto, donde la existencia precede a la esencia. Precisamente en ese marco incomparable, surge algo pequeño y bonito, que también nos conduce a sentirnos apestados: el amor contra el mundo, porque nunca la vida es nuestra, y se hace cualquier cosa.