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“Buenos días, tristeza”

Y eso que no había pretensiones, ni de él ni de ella. Mentira.

Los primeros días fueron deslumbrantes, para luego ir atenazándose sin ordenarse y escapárseles el tiempo y zozobrar dando pie al “Buenos días, tristeza”.

Con todo, no hubo fealdad ni gente estúpida. Sí una especie de apuro, de vacío. Y de aquella admiración apasionada siempre quedarían agradecidos sin indiferencias ni reproches, amables y distantes, con una serenidad de ánimo de las de intimidar, aunque fuera impostada.

Cada cual se seguía formulando una multitud de preguntas. Y hasta se imaginaban conversaciones, de esas que asustaban un poco, también del amor y sus complicaciones. Tales opiniones no excluían ni la ternura ni la devoción. No estaban ante un drama intrascendente. Los días de auténticas vacaciones eran demasiado largos, con silencios de ofendidos y nulas expresiones. Días de ausencia, de dolor de espalda, de más cansancio por intentar cuadrarlo todo y de los efectos del calor… sordamente, viendo pasar de largo la felicidad ajena.

A veces les era difícil saber si uno era bueno o malo.

Enlazados y distanciados esperaban la torpeza de un gesto para que algo les martillease de nuevo y estallasen venciendo al aturdimiento, los suspiros de largos minutos y hubieran de esperanzarse. Eran rostros vulnerables, relajados y sonrientes (como un mimo, si debían serlo). Una inmediatez premeditada. A los ojos del otro todo iba bien, y de las amistadas comunes: escasas, y pintorescas.

El arte de la vida consistía en pertenecer a una mismo. Y como que lo hacían, sin sonrojarse ni entreabrir los labios. Aunque volverían a las primeras noches del jengibre, no perdiendo nada y ganando mucho.

Echaban en falta subyugarse, sentirse, mirarse directamente a los ojos y marcarse las costillas, hundiéndose y cogiéndose las manos, como la mejor caricia imprevista venciendo al vacío de no tenerse en esos ratos que no se daban y lo tenían todo, porque se las prometían. En su lugar, se les hinchaban los párpados comedidamente.

Pedirse perdón estaba en el aire. Pero ¿por qué? Una por irse y el otro por dejarla ir. Quizás rodearse con los brazos y salpicarse de murmullos, inundándose de la perfecta despreocupación lo hubiera solucionado todo. Pero ese tiempo ya se les había pasado. La responsabilidad del tener que entretenerla, de ocuparle su tiempo libre, de tener que sacarla de su casa le pudo, cuando menos.

Solos ya estaban. Solos, sin ni las miradas observadoras de otras tantas gentes, y con las leves estrías de la piel y sus miradas aprobadoras bien lejos pero cerca. Pieles que se conocieron en un repente, años atrás, y que ni se despidieron. Embadurnarse con aceite y descansar gimiendo de la mano del deseo triunfante del placer, cayendo abatidos sin incomodarse, podría haber sido la otra solución. Y no, el vacío de no tener a nadie lo ocupó todo… y esa rara necesidad como si ya lo hubieran intentado todo y fueran muy, pero que muy, mayores de edad.

La mujer, galante y juiciosa, se hartó de paciencia. Quiso sin querer, con un dolor sordo. Y ello le provocó tedio. Necesitaba que él le llenase el tiempo, que le ofreciese un hogar, y le escuchase todas las entonaciones, que la desease a cada rato. Nada concreto, pero un todo amenazante.

Sencillamente, se olvidaron de fijar momentos para ellos, momentos comunes en el lugar de siempre. Por eso un buen día todo terminó. Yéndose ella, en pos de una conversación que no se produjo. Contrariamente, ese necesitó respirar. Ya lo intuía: se encontraba cansado, agotado, medicado. Por todo. Por lo mundano y por lo imposible.

La seducción de la madurez no tardó y se las ingenió para perderlos de vista. No obstante, ambos siguieron mirándose sin mirar, ojerosos y sin la menor inquietud. Eran adultos. Y estaban sin estar. Extrañamente hermosos a la luz de las farolas, y solícitos.

Mil pensamientos les atropellaban. Y aún tenían cosas compartidas. Pocas, pero algunas. Y ni eso. Objetos que no pasarían de moda, como los bastones de senderismo. Quizás, un cuadro: único. Un recuerdo de cuando todo iba a durar toda la vida, cual embarcadero, y eso que no iban a ser una familia cualquiera, sino que solo besarse cuando les apeteciese o lo necesitase el uno o el otro. Otro engaño, otro compromiso, grave e indiferente.

Ocuparse algunas tardes no fue el error. Ni la total libertad tomándose la mano por encima de la mesa. La discusión esa fue sencilla: entenderse sin ni hablar y soportarse en lo irrespirable. No esperar nada y aun así cuidarse, fuertes y reconfortantes; furtivamente y en vano, haciendo cada día algo por última vez, ni sintiéndose mantenidos o invadidos. Tal que un simple beso o una caricia, no más, como merecimiento; o en su defecto, darse los buenos días o las buenas noches, de veras, no como un patán o la que lo hacía con todos. El umbral era ese y no otro para eliminar todas las objeciones y vencer a los orgullos o las soberbias, a la soledad y al brusco cambio o los equívocos. Sin celos ni posesión, confiándose a esa debilidad tan violenta y total.

Porque andaban sin buscarse pero sabían que andaban para encontrarse.

Lentamente, como su pesar, cada cual se preguntaba si le saldrían las palabras… si vivirían sin necesitar a nadie, angustiados ambos de haber recobrado la soledad menos jubilosa y ese dolor responsable y desbordante, pasándose la mano por la cara con gesto maquinal en la inestabilidad de sus rostros inmóviles, fantasiosos, como dos seres evanescentes y su apuro.

El sentimiento de rencor que a ella se le alargaba era injustificado, le salía por dulzura, como de un ser querido con el que fue feliz con la frecuencia y la imprudencia de los comienzos del amor. Un amor superior a sus fuerzas, enamoramiento se llamaba, y eso que no se lo decían palabra por palabra por temor a lastimarse y que diera lugar a lo irreparable.

El tráfico, las ferias y sus ruidos, o las casas de las amigas y lo previsto tampoco les eran platónicos, ni los amaneceres. La memoria siempre traicionaba… y no debía serlo todo. Podían volver a su primer amor, a tenerse… y se les estaba acabando el tiempo.

Ese sentimiento, esa espera del uno al otro llamado a cumplirse, abrigando lo inenarrablemente dulce se respiraba, se intuía, y a la par se les iba disipando si esa mujer esbelta no se apresuraba. El tipo quería percibir el bienestar más intenso, sin artificios ni desdenes, que el mundo podía llegar a serle muy decepcionante sin ella, y las calles largas y feas como un mal pasillo. Creía poder pertenecerse a sí mismo y a la otra, creía poder sacar tiempo. Y ese beso de todos los días, o casi. Harto, había arrancado las flores del patio, las vivas y las de plástico como si no hubiera nada que decirse.

Habiendo limpiado todo de más, las hojas de los árboles no paraban de sonarles vivamente. Hojas agarradas a su rama, hojas que caerían en el otoño, hojas que volverían a crecer en la primavera… hojas que agostaban el verano, ese tan suyo y el de otros.

Tener cerca los bastones en los que apoyarse, el cuadro en el que embarcarse y vivir, las fundas del tenerse, y las alfombras sobre las que pisar juntos el tiempo que la vida les permitiese, acosaban. Los nuevos primeros pasos habrían de darse, unos u otros. Y merecerse el “Buenos días, tristeza”.

Tener más humos que un tren siempre fue un mal billete de ida.

Pedro Belmonte Tortosa

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Pedro Belmonte Tortosa
Tags: billete de idaflores de plásticopertenecerse a sí mismoserenidad de ánimo

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