-Si salgo de mi casa ya no volveré.
Es lo que escuché de boca de alguien, en un lapsus donde todo tenía cabida, entonces comprendí por qué aquella mujer obvió decírselo a sus seres queridos. Desde entonces estoy cariacontecido y calmado. Algo sucede en mí. Aprecio las briznas de los días con otro sentir. Mi orden de prioridades no es que se haya alterado, se ha corregido sin magnificencias; despertándome… Sin serlo, la cruz de los casados se siente más si cabe en los días de añoranzas.
Donde no vuelve ni estando en su casa es a aquel sillón. Lo dio a una de esos seres con los que tampoco se atrevió a confesarse, eligió una amiga cercana, ese alguien delator que admitió –tenéis un problema- para bien a sabiendas.
La dura vida de las palabras perdidas que muy pocos se atreven a decir, extrañamente, es lo que es: pura realidad. La misma que sabría descíframe el sillón, ¿quién sino?… la de veces que lo habrán vestido de nuevo, tapizándolo. Fue anaranjado y rojizo estando rollizo, creo, de inicio, daba cosa sentarse; luego tuvo algo de bordados, me parece, en un crecer desmesurado, potente; después los blancos rotos más elegantes, con sus negros sin desconchones; por último, un marrón oscuro, atabacado… ¡y yo imaginándomelo tan verde!, tonto de mí: pura realidad, ya ha pasado por toda la psicología de los colores…
No quería ni mirarle, siempre hermosa y con los dedos largos y las venas marcadas. La niña que fue. Hasta…
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