En aquel momento en el que le estiró el brazo derecho sujetándola y llevándosela, ella no se acordó de lo que había dicho ni hecho horas antes. Sintió que aquel triunfo era suyo y que nadie podría quitárselo jamás, accediendo como si con ello fuese a morir joven lo más tarde posible.
Por su cara, asemejada a un cuadro expresionista más que a una cara de puro goce, más de uno adivinaría que era una de tantas del harén. El capitancillo ese, que no solía ceñirse a más verdad que la suya, difícilmente las recordaría el resto de su vida fuera del orden y mando. El más joven de la última hornada que había llegado a esa tesitura por ser hijo de alguien, tan exultante como su abuelo, compartiendo discretamente sus éxitos. Otro, que únicamente se dedicaba a pensar cómo teñirse su cielo diario con esos abriles.
A ella, cuando se le pasasen los efectos de las drogas, todos sus antepasados volverían a mirarla desde el cielo en unos de esos ratos en los que los generales aprovechaban solo para dormir y ella/s para limpiar y ventilar sin molestar a nadie, hartas de rezar en la cama bien abiertas, bajo la tutela de la madame. ¡Qué menos que seguir siendo mujeres! Ni llorar podían por sí solas, las menos con la primavera metidas en una caja de música.
El boxeador dormía en el gimnasio.
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