Quizás fuera porque en esos sitios se olía a persona mayor las veces que los dispensadores no echaban todas las fragancias, que eran muchas, los edificios sabían a arce y también a cedro. Las asistentas de Rose no eran solo carne para esas horas que no eran horas. En una bandeja les servían, pacientes y generosas, gruesos caramelos color púrpura hechos a mano, y un sinfín de olores que degustar. Esa era su afición, además de las novelas de serie negra. Eran de melocotón o de macedonia de frutas, sin nada de azúcar ni nada de mantequillas ni especias de metales oxidados. Eran cuasi naturales. No empalagaban. Restaban las vocecitas esas de las cabezas que impedían expresarse, acongojadas. Más bien, fragancias infantiles, o de uso diario. Ya era complicado ir al médico como luego encontrar los perfumes con tanto frío, en los Estados Unidos de América y sus distintas muertes. Porque Montreal, estaba y no estaba. Era más fácil domesticar un río que permitirse pasar a un sitio de esos y que no se te pusiera la lengua larga y seca, malamente áspera, o, todo lo contrario, húmeda, tontorrona y largar de más sobre si Canadá, era canadiense o estadounidense. Algunos como que volaban y descendían. La construcción de los relatos tenía una tónica común: Una amiga, o bien Un amigo, y luego las referencias obligadas a pedir historicidades sin receta mezclando la prosa con tiempos y lugares irreconocibles en un mundo dotado, al propio tiempo, de una veracidad honda y una dignidad ejemplar por el atrevimiento en los sofocos y esa exposición al sojuzgamiento de Norteamérica.
Para los policías que pasaban a saludarlas les daban los de frambuesa. Todos los días alguno debía pasar por la agencia, antes de cerrar la redacción. Alice les decía siempre muchas cosas. Rose lo típico: hay mucho que hacer. No había muebles, solo rincones encarecidamente revestidos de papeles. Un formato muy propio, hecho a medida para los lineales. De haber una riada, mejor chapotear en el agua sucia que ponerse a recoger, pues se precisarían semanas y semanas para tirarlo todo a la mierda. Una triste gracia. De noche, las lámparas de mesilla daban más miedo. Al igual que en las habitaciones de hospital de bien, buscaban esa cercanía de las salitas de estar. Las abuelas entraban con los labios apretados cuando querían denunciar algo: tenían contratado un servicio social (La noche del diálogo). Y la gente bien que lo sabía. Hablar por hablar podía llegar a ser más sanguinolento, virulento y adictivo que el peor de los fármacos.
-No es asunto nuestro pedir cuentas a nadie- creyeron siempre desde la dirección -pero mienten, o los controlamos o acabaremos inertes, sin tiempo, en un cubo de basura- vislumbraron lejanamente años a, por ricas y pobres, vehementes y pautadas, con un oído infalible, y tiempo. Mucho tiempo.
En la Montreal más europeísta, a diferencia del estado de Maryland, había tiempo para todo lo miserable, fraudulento y fantasmagórico, quizás, por su imagen de buena ciudad y esa singularidad de tan a medio camino.
Hablar en las farmacias tenía su precio. Moralidades, infancias, confesiones. Todo se grababa en ese trasunto mecánico de seres reales. Humanidad y universalidad. El gobierno canadiense tomaba sus medidas de salvaguarda. A partir de ahí, había tantas estrellas en primavera como gentes dispuestas a hablar mucho antes que llegar a casa. De no ser por los inmaculados medicamentos las gentes no podrían apartar las vistas del suelo, serían gelatinas en una suerte de descomposición e imágenes aisladas. Los seres humanos, y sus cuatro, cinco o seis litros de sangre (que algunos de Montreal la tenían), habían de aferrarse a todos los sueños. Para etiquetar los diálogos y todas esas atenciones primarias, de inicio intervenían los detectives. Muchos, como excusa, tenían casas apartadas en los grandes lagos; algunos, hasta hidroaviones. A veces de imposible o muy difícil localización, porque se perdían adrede dado lo incierto de su oficio, mirando cada vez con más escepticismo los presuntos objetivos y a sus convecinos. Se pagaba bien, al cuerpo policial. Con los años, esa pensión de jubilación más las horas a sueldo, permitía vivir de lujo, apartándose del mundanal ruido.
En camas de 1,50 se metían sin hacer daño. También estaban espiados, tanto o más que los chicos de dieciséis años y menos. Se sabía hasta del olor de las sábanas de los que compartían experiencias y vitalidades. No había reglas mediocres, todo era una pavorosa regla: la imponderable decencia. Rigideces y atrevimientos que mullían todas las huellas habidas y por haber. Los únicos que se libraban de algo eran los nadadores. El olor a cloro costaba sacarla, y las piscinas resbalaban en todas las estaciones. Pagaban, los detectives, a los chicos de buenas notas para saber de los equipos de natación. Y no los creían peligrosos, peores eran las de las melenas preciosas. En los lavabos mascullaban entre dientes.
Fragmento del libro China y su entorno
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