Los había de mañanas con él, de tardes con él, de noches con él, y todo con él. Ya fuera entre árboles ahilados o por donde las formas del agua eran muchas. Ahora bien, donde más le gustaba ir era a una especie de pista de arena, merecedora de los olores de la noche. Y eso que todo en su vida fue un precipicio; que también caótico, guerrero, feminista e impredecible.
Allí, con sus carantoñas, sonrisas, paciencias y amarillos verdes llanos databan hasta de la paciencia de las arañas. Y, cómo no, ese perro era un perfecto ladrón de meriendas. En trece años jamás pudo terminarse nadie el bocata si estaba él. Era único y diferente, aquel que fue entrenado para saber del odio a los indiferentes. Un animal adiestrado y vencido. Jubilado mucho antes de tiempo. Pero recuperado y siempre agradecido.
Jamás se cansó tanto como para que el cansancio le cambiara los sentimientos, muy distinto a las personas. Bien es cierto que, como todas las adicciones, unas se controlaban y otras no: siempre fue un galgo de mucho cuidado. Y tenía amistad para las cervezas, y para los cafés. Lo mostraba con un beso en las comisuras, y con lealtad. Desde muy joven hasta los trece años, con ese y otros tantos dueños.
Se fue un domingo de otoño, estando solo, no extrañando a nadie. Y desde entonces ya nunca permitió que una persona le enseñara dos veces que no le quería.
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