Había encontrado el sitio donde ahogar un grito en la garganta. Tiempo atrás pegó brincos en la cama, persiguió a la gata bajo la cama y las cortinas, hizo círculos verdes, miró lo alto de la hierba, y hasta oyó susurros a su derecha.
No estaba en agrestes senderos, ni el pantalón se le enganchaba en la maleza o caminaba con cautela ni sospechaba de zumbidos que le salían de sí o del horno.
Había encontrado su sitio. Un mar gacho y apagado de silencio inmediato cuando lo precisaba. Donde dar pasos. Y en otros, de acelerarse y converger en los rugidos.
Todo, de forma impulsiva, escabulléndose.
El anillo reposaba sobre el fondo. El rubio oxigenado jamás le favoreció, ni el jodido pañuelo que lo tenía todo y no tenía nada, siempre cogido por la gravedad de la luz: hasta en la cuaresma de sangre.
No quería ni mirarle, siempre hermosa y con los dedos largos y las venas marcadas. La niña que fue. Hasta…
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