Más allá de la evolución en lo formal, a ella le gustaba elegirle la ropa. Con todo el cariño del mundo no quería que le malinterpretara, pero manejaba las imágenes, todas, y sabía de esa belleza terrible, evocadora, oscura y hasta melancólica de una mala combinación en el asueto. Eligiéndosela ella, nada malo podría pasarle. Y a su modo sabía expresar bien lo que quería decir.
Él, con voz quebrada se tambaleaba perdido en el abismo del desamparo, apenas apartándose un paso de su madre.
Y ese fue el único cambio para alguien con el paso lento, los ojos fríos y la boca muda, dejándose llevar, perdiendo la mirada distraídamente; alguien que sabía definir las cosas con una sola palabra. De tristeza leve, pero bien vestido. Más el capricho del beso dado.
En otros órdenes, ni el granito más firme podía con las cenizas, humos y rescoldos de la tremenda lava que corría lentamente en su torrente isleño, hasta ensanchando la mar, encrespándolo todo. Gentes que de amor se estaban muriendo, pero que no podían amar al perderlo todo, ni resistiéndose al consumo del fuego o a la virtud celeste del espectáculo y esa honda amargura.
Era el momento de perder la mirada, distraídamente, perderla para toda esa gente, y no pensar que las frágiles barcas también se pudieran ahogar quemadas, sintiendo el olvido perenne del mar.
Otros que habían aprendido a expresarse con una sola palabra, erguidos, entre el cielo y la playa. Silenciosas mujeres apuntaban a todas esas almas encerradas, con antojos, mujeres que en la sombra lloraban, porque algo habrían de hacer, nunca vencidas, con mordiente, abriendo la jaula porque querían escapar.
Caprichosos azares, con el mismo valor tal que estuvieran en el campo de batalla; mujeres y naturalezas demasiado poderosas como para no ceder ante ellas, aunque solo fuera para una tarde divina en octubre.
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