A la policía les causaban recelo esas mujeres torrándose, aunque a ese dolor humano llegarían a acostumbrarse, que llevaban mucha calle. Si bien, eran un gran cesto de humanidad, entre institucional y cortante, debiendo saludarlas.
Eran dos letradas en ese asidero de las vacaciones, zarandeando los sumarios de mejor modo. En donde las pruebas de convicción y las providencias daban mucho a las miradas, sobre todo cuando se ponían de frente y hacían sentir a cualquiera muy pequeño.
El oficial en jefe siempre optaba por no inmiscuirse, insuflando si había de hacerlo que no apabullándose, medianamente efectivo. Salvo cuando le urgían con tono impaciente, que lo trastabillaban. “Muerte de etiología violenta” decía la autopsia. Tal vehemencia la mantenían y la guardaban sus Señorías, dejando al descubierto sus pieles en ese ámbito de actuación que excedía de la judicatura y de la simple responsabilidad del tomar el sol.
A ellas, cada mañana, les gustaba ver su firma en el último folio, no dejando flanco alguno para el sentimentalismo o la curiosidad cuando se trataba de dar pasos procesales. Y ese juicio no se había ido a la pila de lo rutinario. Es más, estaban tomando diligencias, aunque fuera en otro ámbito judicial, muy lejos de la capital. La inquina con la que algunos las miraban venía de ahí, y la chanza del mercado municipal o los bancos del parquecito. Sus ropas refinadas no ostentaban cochambre alguna cuando se vestían para salir sin solución de continuidad, algo que sufrían cuando sus confesiones no eran del todo jurídicas y la pétrea justicia debía alimentarse estando bien lejos del frontispicio de la Audiencia Nacional.
La vida, en suma, les era un poco vacía, los días largos y las noches frías. Raramente frías, fuera de los atascos y los ruidos callejeros donde los viejos relojes de péndulo aún se estilaban. También, porque la gente, con buen criterio, quería guardar los fines de semana para su vida de verdad, y por más que interrogasen, mascullasen o restallasen, se les alargaba la instrucción.
La presidenta les dio un toque de atención con su característico tono monocorde, para que consignasen prontamente lo sucedido y regresasen a las salas de vistas y a sus despachos, que los mezquinos no paraban de delinquir en la gran ciudad. Y eso sí, que no faltasen a los minutos de silencio, que la víctima de todo ese linchamiento fue mujer.
Leer, por sí solo, no les hacía ser mejor personas. Cuando tenían demasiado tiempo, esas dos pensaban muchas cosas. La jueza y su secretaria judicial, o la jueza y la instructora de la policía judicial, porque las alternaba. Una jueza que pareciera no tener prisa, aunque sus labios siempre supieran a despedida cuando se despachaba con la misma.
Tenía una regla la magistrada: nunca trabajar con gente desesperada. Su padre rico se le inculcó. Y los beatos o los del gesto agrio apenas emitían suspiros delatores. Sí, sonrisas largas, perfectamente tasadas. En eso, el pueblo era igualito que la capital. Una forma de desahogar la premura y de contener el reverso de los dedos, francamente (que se fijaban en todo sus Ilustrísimas). Del resto, atentos, avispados o comprensivos para hacer humana la justicia, poco más. Tarea que le iba pesando ya a la jueza, con orgullo en todos sus huesos.
Pero como la ley solía ser sabia, y Dios tuvo con otras víctimas mucha mejor mano, aguantaba. Era por eso, y no por el sol que no volvía a Madrid. Un lugar de hermosura inhóspita en días. Un pueblo, una ciudad, que le era todo cuando se estaba con la persona deseada. Ahora bien, la jueza estaba sola, llena de sí misma.
Con un leve estremecimiento de inquietud se lo habían detectado sus ayudantes. Cosa que callaron, por no serle insolentes. No obstante, la rutina, ese espejo de seguridad que les daba la sensación de controlarlo todo, acabaría pronto.
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