Por encima de las nubes apenas se distinguían los hombres duros, ni las mentiras. Tan solo los patrones muy comunes. Una España que había sido y que era. Decir, se oía del precio de un hombre, de la madre de unos padres, del fin de los días, de quienes lloraban para adentro. Por decir, se decía hasta del día que una hija perdió la dentadura de una madre.
En realidad, todo era un amor indomable. O lo que venía a ser lo mismo: una casa de locos y rostros del pasado donde los héroes se alejaban al atardecer. Porque encima de las nubes apenas se distinguía otra cosa.
Y sí, bailaban con el sonido del disparo que buscaba certificar la muerte de la culpa heredada, siendo corazones envueltos en alambres de espino robándoles los besos a las descoloridas lápidas. La vida ya no era lo que duraban los semáforos rojos. Tampoco es que todo fuese preciso de extrañeza y de silencio, pues repetían las mismas filigranas sobre los pantalones blancos de sus esposos quienes podían en el aire del silencio entender cada lengua del mundo, apenas sabiéndose manejar con las cuatro reglas del cielo.
Ni Dios ni su puta madre querían escándalos. Y el blanco cegaba en demasía, salvo para los búhos, esos animales sabios que supieron no extinguirse, los únicos que lo veían todo de azul cielo, haciendo de puente entre la gloria divina y los infiernos.
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