Los niños sabían mejor que nadie que cuando había una corbata en el asidero de la puerta todo podía suceder y nada pasaba. La corbata era un pretexto, un dictamen.
A Patrick de niño siempre le gustó verla en el mango, y eso que una vez tiró del pomo y se quedó peor que habiendo metido los dedos en un enchufe. Ya bien crecido era él quien usaba esa manija. Era su escapatoria, su excusa, el mejor subterfugio.
Tener tres hijos y estar casi perdido y olvidado daba para eso y mucho más.
Ese mapa de soledad de la corbatita en la puerta, daba para toda una cárcel y su libertad. Era un purgatorio de vida. Algunas recepcionistas de restaurantes de lujo, algunas, lo sabían. Y tenía que ser una corbata, pues la gente solo sabía respetar a los ricos, y esa prenda lo simulaba y ocultaba todo bajo la voz del silencio y el sentido de las puertas.
Una prenda que convivía en el abismo tomando el silencio por aprobación por ruidos que hubiera.
Una rara mezcla y suerte de variedades cromáticas hacían de Patrick todo un hombre. Máxime, porque las primas siempre fueron las primeras amigas y maestras en su vida, ellas podían no ser parte de su vida diaria, pero nunca estaban lejos de sus travesuras. Tituladas y no tituladas.
Otros compraban flores en un mercado para las novias y los muertos.
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