Nadie les advirtió que extrañar y extrañar era el coste que tenían por contra los buenos momentos. Era la vida real, la del irse en un suspiro; la que no tenía otra ruta de salida que el dolor del amor y lo vivido. La de la habitación vacía y la caricia de la nada. Y el fingir que no se veían.
Qué vulgar era el amor, a veces… Y cuánto callaban los educados, olvidando haberse conocido, y que una vez y muchas estuvieron en la cama sin rogar y sin insistir, sin molestarse; en su blanco inmaculado. Ennegrecidos, no podían controlar las acciones de nadie, la lealtad salía del corazón de cada cual. Solo alguien extraordinario podía cambiar el paso, y que la casualidad durase para siempre.
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