El ratón quería que le operasen la vista, pero su madre apenas lo dejaba saltar en los charcos. Como madre y rata influía de manera directa en sus decisiones. Probó mirando a las luces de los casinos, y también con metanfetaminas; ver, veía mal de lejos. Abnegado a su madre seguía ceremonioso lo que decía ella, pero a ratos era ultramoderno, subiéndose a los tejados poniendo la imaginación en fuga.
Para los demás, el cielo no era una fiesta de claraboyas. Jamás entró al trapo de esos malentendidos universales. Los sótanos y cloacas le eran una fiesta de la irrelevancia: le aburrían.
Si bien, su madre era peor que el juez de la horca, que conocía todos los delitos por haberlos cometido previamente. Y de sueño infantil nada de nada. Es que disfrutaba en ese lugar, oteando el horizonte extrañamente.
¿Quién quiere ser princesa?, le desoyeron desde pequeño, chinchándole. O por si se iba a dar a la alta costura, provocándole. Pero mirar, para ese ratón, era una evolución más allá de encajes, tules y pedrería. Las siluetas arquitectónicas de cada barrio se las conocía: las tenía memorizadas. Y hasta había ahorrado. Su problema versaba en encontrar a alguien que le operase, y luego él seguiría disimulando, porque a su madre no pensaba faltarle el respeto, que había ratitas con más valor que cerebro.
Solo y desarmado, asustado y sin experiencia, se iba a dejar acompañar de ese viejo profesor de Derecho, el de la mirada que escuchaba. Otro que se negaba a aceptar su caso, el tipo más ciego y con más amaneceres a la par. La mujer, una marioneta o terriblemente manipuladora. El ratón no terminaba de dar con la profundidad psicológica de la misma, tan pronto quería despeñar a ese negro por el tejado que los veía desfilar por las calles, cogiditos de la mano.
Y ese era el juicio de los juicios, creer en lo que no veían, porque que la verdad nunca les era pura, y rara vez todo se reducía a lo simple y perseverante. Conocían en la medida que amaban. Del heavy metal mejor no decir nada.
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