Un niño puede llegar donde quiera. Supongo que habré tenido mi vida en pausa, o a favor de algo que no sé muy bien qué es. Sí, algo solo mío, fragilidad quizás. El caso es que aún exploro esos matices. Es como si la adolescencia se intensificase; poco a poco me he quitado lo menos veinte años. He vuelto a andar de madrugada sin pasar frío, cruzar el centro de la ciudad sin mirar a las farolas, y, sin embargo, recién despedido un año entro en otro, débil y disperso, aunque parece que algo he apuntalado.
Era ella, la saludé. Lo intuí desde el principio. Un café con leche, su croissant, y esa conversación con mi buen amigo, ambos con las horas contadas hasta que nos aloquemos, de momento bajo las influencias de las bajas presiones. Cualquier día apareceremos en Berlín, o a orillas del mediterráneo.
Pero la preciosa instantánea no mintió.
–Dame un beso– le dije ganador.
No era una gran noche de sábado, y el espacio era todo suyo. Le faltaba la cama. Su cafetería era un lugar para estar muy, pero que muy agradecido. La libertad de las marionetas sentí de perfil. Tan diferentes, estábamos igual. Me sentí fuerte, y fui valiente: el alumno se dirigió a la profesora con los pequeños problemas de cada día; no para desearnos lo mejor en el nuevo año, sino extraño, para morir como hombre.
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