Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo, o cien. Sí, la tristeza era universal. Todo el mundo era podredumbre; el ser humano lo más podrido de todo.
La catedral estaba sola. Allí dentro ya empezaba la noche. Aquel olor singular de la catedral, que no se parecía a ningún otro, lo llevaba consigo. Todos aquellos escrúpulos no se podían ensayar. Sea como fuere, ella no debía vivir. Ni sus pupilas brillantes que nacían de la soledad y la pobreza, con los dedos finos y largos, de cutis blanco, venas azules y uñas pulidas ovaladas y bien cortadas. Y si bajaba los ojos más.
La imprudencia, la torpeza, le habían hecho enamorarse. Tanto de ella como de su voluptuosidad íntima. Y nadie más hablaba, o eso le parecía. Desde que se despertaba la tenía en su mente. Y era como un consuelo, como respirar aire puro. Había un destino, había un propósito. Sentirse, volver a la luz. Salir de ese caos doloroso y de la evidencia de la vida.
Las mentiras piadosas fueron inútiles. Ella se las creyó o no las consideró. Embustera, idiota, infame… enamorada, que también. Recetaba nuevas medicinas para combatir peligros nuevos, y se había olvidado de sí misma, retumbándole el patio cuando la casa era honrada, con prudencia disimulando tales asperezas.
Ella también quería verle muerto. Aunque le era tan dulce ver el cielo azul junto a él, y pasear, dejar estar las horas… Llevaban así dos meses, mezclando la ropa blanca con la de color. Ambos pálidos y temblando de frío y de miedo si no se veían o pensaban verse, y combatientes cuando se miraban, ocultándose y dándose extrañamente en jovial concordia apartándose del cabildo.
Eso no era cobardía. El triste negocio les unió. Una tarde en la que el señor del pueblo pereció. Que se daba aires de saber muchas cosas. Quien quedó dormido en un sopor de fiebre. El que suponía a su mujer enterada de lo mismo que preguntaba. Otro que se pasó un mundo echando la vista atrás, para acabar muriendo dos veces lo menos, tenaz e irritado.
Sí, la tristeza era universal. Todo el mundo era podredumbre; el ser humano lo más podrido de todo. Que las miradas eran envalentonadas, y eso que con los hombres siempre habían sido poco íntimas sus relaciones.
Pero la nobleza se oponía por su propia esencia a esas igualdades. Si no había podido moralizarla, no la tendría. La viuda del tapicero sentía mucho no tener un hijo. “Amar no es para todas las edades” se forzaba en decirle él. Cualquiera diría que en los ataques tenía pesadillas.
Su sitio dulce como la miel, él cada noche añoraba. Ella no tenía más intimidades que las de dentro de su cabeza. La dama, cada poco se metía un terrón de azúcar en su cuerpecito, provocando. Fuera miel, fuera fruta o fueran las pupilas cargadas de lascivia y amor propio irritado.
“El que no sea rico que no coma”, pensaba él de ella, de esa rubia de poco más de veinticinco años impalpable, tal vez frecuente de los amores fáciles. Ella no deseando otra cosa: “Pecado mío, alma mía”. Quizás su primer amor serio, ajando las demasías eróticas.
En misa, más de una hora de confesión. Y la cara iluminada, como bañándose en la luz tamizada, por aquella frescura de su cuerpo. Y un sol único sesgando el ambiente y los cánones de la belleza clásica, detrás del cual aparecía la calvicie de él, centrada, como en algunos otros retoños, de monaguillo.
El trecho fue corto y se hizo largo. La juventud. Daba miedo volver a los recuerdos. Equidad y normalidad vistas con distancia. Y al igual que un preso, la gente pensaba que querían salir de ahí, de la juventud, de la cárcel, cuando los tiros estaban fuera, más adelante.
De adulto, un helado cualquier tarde, los domingos por la noche una lata de mejillones si acaso… Nada de celos entre hermanos, amigos, amigas, el mar, la mar, ni esa tensión acumulada en los hombros, como de haber estado preso, entusiasmado. Ahora bien, faltaba algo, lo que se iba dejando, la evasión o la victoria del crecer.
Antes se era muchas cosas, ya no. Los muertos estaban muertos. Ni siquiera se podía hablar de lo que fuera, o se podía abrazar sin que pensasen de más o de menos. Era algo más que el lenguaje, o las lecturas del colegio/instituto, o el ser hijo de alguien… Cuando se era mayor la gente tenía que verlos tal como eran, sí o sí. Había que dar explicaciones, y no como las de antes.
Si bien, cada uno recordaba la historia a su manera. Mauricio estaba colado por ella. Y Margaret hacía todo lo posible porque él se fijase en ella. Así pasaron la juventud, los veinte, la treintena, y casi que los cuarenta. Fue entonces cuando se percataron que no habían hecho las suficientes travesuras de niños. Ni se habían llegado a enviar las postales o cartas que se dedicaron…
A sus años, y con las propias necesidades que veían, sentían, no se trataba de inventar una posibilidad. Es más, las celebridades no cometían asesinatos.
No conocían esa foto. El pequeño no comprendía si eso fue un desliz y trató de salir del paso. Ella apenas le dio importancia, nunca les contó nada de esa boda anterior. Quizás le resultaba incómodo hablar de ese asunto.
Ella apenas hablaba de su pasado en Cuba.
Aquella noche el jovenzuelo tuvo una pesadilla. A través de una pequeña ranura por entre las cortinas presenció tres hombres, no uno, tres; y luego como que forcejearon con su madre, envuelta en sudor. Hombres de hechura negra, no como su padre, que ni a café con leche llegaba. Un sueño que se le repitió muchas noches desde entonces.
Quizás ella tuvo más romances a lo largo de su vida y no te lo contó todo, se pronunció el mayor al padre, mientras los llevaba al colegio. Ya tenía una edad como para insinuar con picardía. Sin embargo, nunca hallaron la ocasión apropiada. ¡Cuán diferente hubiera sido todo si no se hubieran salido de la carretera!
La doctora salía de una guardia en el hospital, harta de historias de nuestro tiempo, cuyo último caso había consistido en atender a un joven con un bulto en el cuello en el quirófano. Una perla que apenas podría volver algún día a casa, con apenas dieciocho años. La abuela de setenta años lo había entendido, desempolvando recuerdos para hacerle más llevadero a la hija el trance, recuerdos que nadie quería que viesen la luz, pero necesarios.
Elisa no tenía esas lealtades inquebrantables, sí otras, como los amores imposibles y las traiciones imperdonables.
Se duchó, repasó la depilación, miró con extrañeza alguna de sus partes, comió algo y procedió a quedar con un hombre más mayor, delgado, de cabello escaso y blanco, elegantemente vestido. Así los pedía la mamá de origen español, que una vez fue soldado.
Haciendo tiempo, ella posó con mezquina satisfacción echando mano de lo que había en ese edificio de apartamentitos. Otras, con gafas de empollona y nariz respingona, o la que dibujaba una cruz en la frente con miel y rezaba una oración para que todo le saliera bien.
Los invitados y su efusividad, sobre todo en esas fechas, confundían más que ayudaban. Pero se necesitaban.
Dos horas más tarde ¡cuán diferente les era todo! Como las abejas siempre regresaban a su colmena, mandaban comer fruta a los hijos y les ponían los relojes en hora a los mariditos, pues todos los barcos necesitaban un capitán, los pequeños y los grandes.
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