julio 2024

25
Jul

Una belleza de su edad

La curiosidad en exceso le hizo perder la cautela. Más aún cuando estaba acostumbrada a observar escenas y a escuchar en casa ajena, sabedora del azar, de la involuntariedad y de la conciencia.

Estaba desarrollando de manera adictiva ese hábito, y cogiéndole gusto, quien las definía con una sola palabra. Si podía las escogía blancas, guapas y limpias. De una belleza de su edad, a la que tenía que atender. Había desarrollado un especial sentido del tacto en ese baile de marionetas, y la irrefrenable necesidad de aparentar.

Ahora bien, a veces el cazador era más interesante que la presa, y se la devolvieron… quizás por aquel antiguo querer de tantos años, y la naturaleza como lienzo, amén de los pensamientos de juventud, también esos, cuando una era todavía demasiado nueva como para dar crédito a los acontecimientos que vivía y a sus propios actos.

Y como consecuencia de aquello, algo voraz y desasosegante, y la última vez que rio su hermana Virtudes. La monja vestía hábito azul y llevaba una de esas tocas o cofias volanderas o aladas. La otra, dejó dos criaturas de pocos años. Y su madre, esposo con incipiente Alzheimer (otro que tenía que inventarse la vida, porque acababa siendo verdad). Todas, hasta que la vida las volviese a encontrar: porque la vida de los muertos consistía en la memoria de los vivos.   

18
Jul

Mezcla curiosa de pasión

O amistad y desinterés que ambos habían convertido en la estructura visible de su relación. Algo tan raro como común, hipersensible y vanidoso. Una relación que tampoco declaraban mientras se entregaban a los arrebatos del amor físico con delicia y la infalibilidad del instinto pecaminoso, sin ataduras ni promesas. Frotamientos ásperos para sacarse los pensamientos. Tocando tierra con ansias cuando se daban el uno al otro, casi con desesperación y la retórica del silencio, no sintiendo celos y sí un orgullo raro pero muy grande. Una especie de tierra prometida que no querían contaminar con nada más, afanosos ella y él.

En otras, se escabullían lo suficiente por si llegara a hacerles falta. Más la evanescente decoración de la ciudad. Una especie de soporte vital, algo solícito a horas infames, no imprescindible para la vida diaria, muy a pesar de la lengua jugosa y aguda de alguna o el sollozar de gozo liberado y tensión rota, que en su urdimbre perseveraba desde el silencio y la quietud, obediencial.

Hasta tenían un acervo de vocabulario propio. Habían aprendido a ser escépticos el uno con el otro, así como a manejar la curiosidad, tan humana como incontrolable. Sufrían de amor carnal, y amor puro y casto. Eran un paréntesis suspendido en el tiempo.

A la hembra cuya vida nunca viviría la quería, y no solo en ese instante en el que la carne era más manifiesta que nunca. Podía llegarle a ser la más frenética y en última instancia desoladora con su clara voluntad de cincelarlo, y ese aire de familia que la ataba.

Él, suspicaz impenitente, llevaba consigo una determinación en sus ojos que no había visto antes ninguna otra, ni la del moño italiano con el característico toque contemporáneo de descuido y su sortilegio. O la que sacaba los brazos enflaquecidos de debajo de las sábanas con un vago sentimiento de religiosidad creando un paisaje de permanencia cultural, ella y su voz temblona, balbuciente y débil.

A ambos les dolían los ojos por la luz derramada de ese cuadro, en la semilla del mismo núcleo. Igual que un niño autista, doblemente perdidos. El cuadro del rojo amanecer y el mar de estrellas. Sus otros reflejos del miedo, pues todos deberían tener a alguien en sus vidas, muy a pesar del tener gustos simples y que la gente buena tuviera algo que no se compraba.

Más los pobres habían de ir adonde les llevara el hambre, les doliese la piel y no recordasen, por más que se hubieran conocido en un museo.

PEBELTOR

 

11
Jul

No es lo que estás pensando

Con su padre le resultaba más fácil, eso era todo.

 

4
Jul

Mujeres torrándose

A la policía les causaban recelo esas mujeres torrándose, aunque a ese dolor humano llegarían a acostumbrarse, que llevaban mucha calle. Si bien, eran un gran cesto de humanidad, entre institucional y cortante, debiendo saludarlas.

Eran dos letradas en ese asidero de las vacaciones, zarandeando los sumarios de mejor modo. En donde las pruebas de convicción y las providencias daban mucho a las miradas, sobre todo cuando se ponían de frente y hacían sentir a cualquiera muy pequeño.

El oficial en jefe siempre optaba por no inmiscuirse, insuflando si había de hacerlo que no apabullándose, medianamente efectivo. Salvo cuando le urgían con tono impaciente, que lo trastabillaban. “Muerte de etiología violenta” decía la autopsia. Tal vehemencia la mantenían y la guardaban sus Señorías, dejando al descubierto sus pieles en ese ámbito de actuación que excedía de la judicatura y de la simple responsabilidad del tomar el sol.

A ellas, cada mañana, les gustaba ver su firma en el último folio, no dejando flanco alguno para el sentimentalismo o la curiosidad cuando se trataba de dar pasos procesales. Y ese juicio no se había ido a la pila de lo rutinario. Es más, estaban tomando diligencias, aunque fuera en otro ámbito judicial, muy lejos de la capital. La inquina con la que algunos las miraban venía de ahí, y la chanza del mercado municipal o los bancos del parquecito. Sus ropas refinadas no ostentaban cochambre alguna cuando se vestían para salir sin solución de continuidad, algo que sufrían cuando sus confesiones no eran del todo jurídicas y la pétrea justicia debía alimentarse estando bien lejos del frontispicio de la Audiencia Nacional.

La vida, en suma, les era un poco vacía, los días largos y las noches frías. Raramente frías, fuera de los atascos y los ruidos callejeros donde los viejos relojes de péndulo aún se estilaban. También, porque la gente, con buen criterio, quería guardar los fines de semana para su vida de verdad, y por más que interrogasen, mascullasen o restallasen, se les alargaba la instrucción.

La presidenta les dio un toque de atención con su característico tono monocorde, para que consignasen prontamente lo sucedido y regresasen a las salas de vistas y a sus despachos, que los mezquinos no paraban de delinquir en la gran ciudad. Y eso sí, que no faltasen a los minutos de silencio, que la víctima de todo ese linchamiento fue mujer.

Leer, por sí solo, no les hacía ser mejor personas. Cuando tenían demasiado tiempo, esas dos pensaban muchas cosas. La jueza y su secretaria judicial, o la jueza y la instructora de la policía judicial, porque las alternaba. Una jueza que pareciera no tener prisa, aunque sus labios siempre supieran a despedida cuando se despachaba con la misma.

Tenía una regla la magistrada: nunca trabajar con gente desesperada. Su padre rico se le inculcó. Y los beatos o los del gesto agrio apenas emitían suspiros delatores. Sí, sonrisas largas, perfectamente tasadas. En eso, el pueblo era igualito que la capital. Una forma de desahogar la premura y de contener el reverso de los dedos, francamente (que se fijaban en todo sus Ilustrísimas). Del resto, atentos, avispados o comprensivos para hacer humana la justicia, poco más. Tarea que le iba pesando ya a la jueza, con orgullo en todos sus huesos.

Pero como la ley solía ser sabia, y Dios tuvo con otras víctimas mucha mejor mano, aguantaba. Era por eso, y no por el sol que no volvía a Madrid. Un lugar de hermosura inhóspita en días. Un pueblo, una ciudad, que le era todo cuando se estaba con la persona deseada. Ahora bien, la jueza estaba sola, llena de sí misma.

Con un leve estremecimiento de inquietud se lo habían detectado sus ayudantes. Cosa que callaron, por no serle insolentes. No obstante, la rutina, ese espejo de seguridad que les daba la sensación de controlarlo todo, acabaría pronto.

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