En la cama se congeniaba o no se congeniaba, más allá de la desafección por la política y las nuevas coordenadas de la ética. Y había siempre un deseo interminable, se quisiera o no. Todo ello formaba parte de las investigaciones del comportamiento humano.
Así como que la cama podía llegar a ser un auténtico tugurio. O bien que se tendiera a gimotear cuando se perdía el sentido. Un cisma, y la otra ventana del cuerpo, en definitiva.
De otro modo, estaba la cama para hacer negocios. O como mero mueble para leer, descansar, dormir. Y estaban los que observaban a los demás, gatos y demás felinos aparte. Era acojonante cómo se comportaba la gente en la misma cuando no era partícipe de lo que realmente hacía, sino que su ser se dejaba llevar y sobre ese lecho expresaba con su cuerpo diversas emociones, contenidas en su mayor parte de llegar a estar despierto o somnoliento.
Actitudes influidas por la biología y la cultura, que no dejaban de ser comportamientos exhibidos. Y emociones, valores, autoridad, persuasión, coerción. Desde la infancia muchos ya apuntaban. Otros había que guiarlos. A eso, y otras decisiones y cosas similares, se dedicaban en buena parte los del cielo o no habría un comportamiento sano y estable. Que también los había optimistas, pesimistas, envidiosos o confiados de más.
Estaba acostumbrada a su olor y a cómo le tocaba. A veces, siéndole lluvia en el desierto. Si bien, pagó por la sangre que derramó.
Había personas que eran unos hijos de puta, y otras que eran buenas. Dormir ocho horas en total oscuridad y con el teléfono en otra habitación no garantizaba lo suficiente. Fueron días salvajes. Estuvo con quince padres cuyos hijos se habían suicidado.
Ella, cuyo padre llegó a ser un tipo muy encorvado. La timorata y endeble.
Sí, él también pereció. El que cada seis meses la llevaba a una doctora lejos de su trabajo y de su familia para que le hicieran un cultivo y la analítica: gonorrea, clamidia, VIH, etc. Que de todo se curó en salud su padre mientras pudo, el muy hijo de puta.
Pueblo chico, infierno grande. Que su madre jamás dijo ni vio nada. La jueza que no movió un solo músculo.
Era capaz de volver a sentir cómo el agua fluía sobre los dedos de los pies, o recordar cómo reían sus ojos.
No era un mal actor, cansado con su mirada de tormenta silenciosa. Estaba aturdido contra el sí del desquite. Recordarla era el otro vino de la sociedad, lágrimas.
Y cuando escribía en sus lentes anhelaba encontrar su mirada. Si estuviera, su amor sería su mayor consuelo.
Volvería a meter los detalles en la escopeta.
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A veces la vida solo era eso, las cosas que se habían perdido.
El mar, la mar, que sabía dónde se enterraron a los muertos que no estaban en el cementerio, hacía de las suyas, como si no se le hubiera cuidado o mirado lo suficiente.
Había miedo, y se vislumbraba más. No eran jóvenes, ni tampoco viejos. Además, nunca sabían cuándo tenían que rendirse. Habían oído hablar del amor, aunque no sabían si era eso. Y del mar, la mar, también poco o muy poco.
No habiendo nada más pequeño en el mundo que el ataúd de un niño, no habían tenido que pasar por ese trance, ni posiblemente les llegaría tal ocasión por suerte o desgracia. Es más, ya no tenían a nadie a quien decirle las cosas cuando se dormían o acurrucaban. Estaban en la perspectiva del olvido, salvo por esa voz interior que no sabían si les era de fiar.
De un modo se querían fiar el uno del otro, eran las buenas relaciones humanas las que lo hacían todo más feliz y saludable, si bien, ello también les era fanfarria y emociones sin gestionar por mucho que su mesura les dijera que si se salían de la fila de hormigas estarían más solos. Se podía pasar por algo difícil y, de repente, que la voz interior ya no fuera de fiar y le llevase por el mal camino.
Lo de irse a navegar no estuvo mal. La idea, como tal, fue un juego de inmensidad y de pequeñez. Una buena probatura. Pero el barco no flotó. Y no sucedió de forma abrupta, sino en tierra de nadie, sin fiel infantería a la que llamar dando lugar a un clamor inapelable, convirtiéndose el mar, la mar, en un ladrón de esperanzas.
No obstante, esos peces de asfalto mal que bien llegaron a la orilla. Fue entonces cuando navegado ese desierto de aguas, crestas y sales de nuevo tuvieron ante sí el único horizonte: la hormiga que les caminaba delante. Y nada, excepto la ceniza de aquello que fue una vez un tiempo y la arena asolada.
Cuales grumetes decidieron quererse. Sabían que un árbol podía crecer en Brooklyn, o jardines secretos y mentiras sobre las madres o el mismísimo tío Oswald. Un medio verano en el que ella tuvo los ojos más verdes y el pelo más rubio.
Habían aprendido porqué cantaba un pájaro enjaulado en toda esa travesía; y él, había tomado notas sobre la mística de la feminidad a la edad de la inocencia en cuanto que no pudieron hacer más que mirar cómo se hundían en la mar, el mar, los restos del día, unos tras otros, maravillosos, dolientes, duros y de quitar la respiración, nadadores secretos en esa interminable historia del navegar solos, a sangre fría viendo el color púrpura de algunas horas o las montañas mágicas que ensoñaban.
Cinco horas más y no hubieran podido. Ni ellos ni la campana del barco, que a punto estuvo de hacerse cristal en el mar, la mar. Un tiempo de silencio, tregua, hasta dar con los vientos del pueblo o las ciudades prodigio. Fueron mil y una noches, o casi, de renglones torcidos y de ensayos de abrazos o cegueras. Un manual para mujeres de la limpieza para el segundo sexo. Y un diario, todo un resplandor; asquerosos a veces. Un estudio sobre la banalidad del mal, en definitiva.
Pero decidieron quererse. Sí, habían cometido muchas vilezas, pero en qué época no, en qué sitio no.
Esa vez con burla de sí mismos o con leve amargura, que en los telegramas y en las postales todo el mundo ahorraba palabras, al igual que en las despedidas.
Tenía pensamientos con los que no sabía muy bien qué hacer. Ella se marchó lejos de personas demasiado conocidas, y de recordatorios cercanos. Y él se quedó trabajando, bien es cierto que no poseía ese rasgo que hacía que un artista fuese un artista, si bien lo intentaba.
Quizás por eso que ella lo abandonó, y eso que después de su última vez le juró y perjuró, queriéndolo, que jamás volvería a irse de su lado, es más, que lo abofetearía si fuera necesario.
No obstante, se fue. Sí, se fue. Él se quedó bastante solo. Nunca creyó haber sentido eso. Una mezcla de pesadumbre, miedo, añoranza, rabia, cabreo y deseo. Y no podía fingir que no sentía lo que sentía. La buscaba con la mirada, intentaba tocarla, respetaba su lado de la cama, el lavabo, todo cuanto de ella dejó en ese hogar… boqueando, asustado, en el vientre del silencio doméstico.
Tenía esa clase de certezas que solo se presentaban una vez en la vida, justo la misma que su primer verano, el único verano juntos, por así decirlo, cuando ella preparaba las infusiones de jengibre en el cazo y mientras se enfriaban las tazas se contaban cosas el uno al otro sentados en el patio de casa como si nada, como si todo, como si nadie.
El patio también le era extraño. Toda la casa. Todo. No era capaz de rehacerse. La nostalgia le sabía a salitre, y eso que él no se había ido a la playa a intentar desconectar de esa relación. “Tierra de principios, gente de valores” rezaba el lema de esa autonomía. A eso se aferraba él, a que ella cuando menos estuviera sintiendo lo mismo y fuera capaz de guiar esa relación fallida, no una vez más, sino la definitiva, sin esos vaivenes de primavera tardía.
Quería que le pegase, que le besase, que le amase, que le pidiese irse a vivir juntos, que tuvieran un futuro… sabía que podían hacerlo, él y la vidriosa opacidad de sus ojos, la quería tener cada día; las mujeres que se creían muy listas siempre acarreaban problemas.
Necesitaba verla y saber que había llegado bien de su viajecito, saberse una familia propia. La verdad tal y como ella se la dijo le era muy diferente. Tenía una vida para ella.
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