Quedaría el olor del tiempo pasándoles la vida como un raro espejismo.
Negro porque estaba desnuda, porque lo hacía como si fuera su evangelio, a golpes fuertes en la vida. Golpes como del odio a Dios. Y el hombre emponzoñado, como charco de culpa en la mirada. Dulce hebra que les unía, así como las prendas de su amor sobre las rodillas buscando la canción.
Canción de amar mucho y de dolor. Vaga en el azul llorado de los versos, más los brazos dando sed a ese infinito de las letras, murientes de una cruz y la sangre invicta.
Los ojos la veían posar todos los días. Ojos rubios, o brevísimos; embriagados o vaporcitos; con o sin tiempo y crueldad. El perro no, que roía su hueso afilando su humanidad con paso innumerable.
Al callar y filtrarse las heladas, las hojarascas o las sonrisas de las bandas alocadas, en tal pedio, de domingo a domingo estaba y estaría su nota de voz. De la que leía en alto. Ella y la sombra heroína, aconteciendo, intacta y mártir a media luz. Y ya fuera con el lirismo de invierno o el rumor de otros crespones, se ausentaba ella y sus propios sufrimientos, leyendo para sí y para él, regado de amargura viéndola desnuda secarse su vida, subiéndole centelleante por los labios y ojeras.
Labrado en la orfandad de una silla de ruedas, con ese azul urdido en el hierro de la negrura, cada frase que ella decía le movía los pies casi más que la viva cabeza. En otras se ponía a llorar. Llorar por verla y renunciar a ese dulce del tenerla, llorar por amarla, y llorar por ese palco estrecho y festín de rosas negras. Años antes culebreó hasta tanto ponerse más enfermo. Culebreó el poeta y su amada lectora hasta darse el más humano beso.
Todo ya era tarde, él devotamente viejo y ella primorosamente joven. En otras le limpiaba las heces y todos sus avíos, y a deshoras. Pureza que o bien pasaba de largo o ni se enteraban. Ahora bien, la lectura siempre sería perenne, inédita de Dios, de ese cariño con el que no se nacía nunca. Y silencio, que ya estaba todo vestido de ese dolor riguroso.
Venía de ser un testigo mudo. Muerte, resurrección y muerte. Sin tabaco, que era de una generación sin humo. Parte de su trabajo consistía en transmitir tranquilidad y enseñar a gestionar las emociones; un dardo en toda regla y su mejor garante.
Certera, usurpaba las funciones cuando despachaba. Era la epifanía, y parte del colectivo más estigmatizado. Con la madurez creía haber aprendido a dedicar sus energías a lo que importaba y no a las banalidades.
Es más, se antepuso a todo oropel de fama, disfrutando de sus quehaceres cotidianos como cualquier otra persona.
Si bien, apenas el espejo medio que reflejaba una indisimulada admiración hacia los logros de esa mujer con una determinación tan loable como inquietante.
Para el hombre sin rostro no era un detalle menor. Tratar de entender la conducta de ese ser humano le llevó a experimentar nuevas formas de amar. Bajo tierra seca la volvería a alimentar, aun reconociendo tener problemas de salud mental y tener que lidiar con todas las mujeres que era.
La conoció con cara de susto, tiempo atrás cuando miró por la ventana y más allá de la terraza y las copas de las palmeras se veían los barcos atracados en el muelle, el rompeolas, el mar y su perfume cabalmente definido.
Sería el único pasajero de vuelta.
En mala ilusión cabía la paz, y eso que no pretendía volver a ser lo que era.
Enfermo del cuerpo o triste del alma, esa vida extremos consideró insuficiente toda explicación. Hubo de salir y tomar aire. Demasiados exabruptos, demasiadas sinvergonzonerías, impuestos y quicios.
Y tomó aire, ni en casa ni en la oficina. Afuera, él y su rostro impenetrable que no lo era. Un señor que no tenía pecera, ni quería, pero que le hubiera venido de lujo para relajarse. La gente quería alegrías, no ilegalidades ni éticas más que dudosas, si bien, para todo había un doble baremo, personas que decían hablar con franqueza, tratos preferenciales y hasta cortesías varias y causas archivadas.
Él nunca había visto a un ser salvaje compadecerse a sí mismo. Y no sabía que esa noche tuviera que decidir sobre el resto de su vida. No obstante, la salud y el tiempo tenían un principio, un inicio, un compromiso. Se le cruzó su vecina, una de siempre, a la que recurrió cuando de joven diagnosticaron a su padre una enfermedad incurable, y ella supo escucharle, atenderle.
La misma que ahora estaba también terminal, pero caminando, si se podía llamar caminar a eso, con la cabeza alta por fatigada y cansada que estuviera. Sin pretenderlo esa vecina volvió a ser su enfermera de guardia, pues tras ella se acordó de otro familiar, y de un compañero de trabajo, y de un amigo. Todos, sin importarle si el oro estaba o no en máximos de cotización, ni cómo se ascendía en la escala social. Ni siquiera pudiendo jugar al juego del escondite con sus hijos, en esa guerra que difícilmente ya podrían ganar del todo.
Esas voces fueron una verdadera opinión, tributos. La vida: el museo de la rendición incondicional. Apretones de manos que pasaban a abrazos saltándose los dos besos en sendas mejillas, no sabiendo dónde almacenar los nervios, la pena y la sinrazón. Y todo a ojos de un soldado de los días y los trabajos pues la vida escribía guiones que parecían películas. Siendo un ente sin nombre ni rostro, apoyado en una barandilla mirando a la nada al filo de la medianoche.
No existió nada similar y ello le llenó de orgullo. Respiró y volvió a ser el mismo, pero mejor. Sin armas, sin procedimientos raros, sin violar normas algunas, manejando su tono y sabiendo pedir ayuda. “Una persona desaparece cuando sus familiares pierden todo contacto con ella” escuchó de su terapeuta, curiosamente una joven dubitativa o una esposa desesperada. Normal. Pues a veces la parodia decía más que la vida misma. Así se tomó esa terapia, sin represalias, sin malos rollos, tal que fuera su pecera, sentado en el sofá conversando apenas solo, dándole de comer a otros. Gente que quería alegrías; y a quien el dolor le mantenía despierto y cabreado, que también capaz. “Si matamos a todos los malos quedaríamos los buenos” llegó a considerar en aquella valla, tibio y sin ver del todo los peces algunos.
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