Y así fue como el rostro se le llenó de arrugas. Entornando los ojos como si tratara de imaginársela. Ni demasiado joven, ni hermosa. Pero de las que abrigaba los pensamientos. Y capaz de sonreír con sarcasmo hasta con viento gélido. Un gesto casi imperceptible.
Con todo, el mundo estaba lleno de mujeres que tocaban el piano mejor que ella. Otra cuestión es que la aceptó como alumna. De ahí que se esforzara en mostrarle su lado bueno, no solo las piernas largas y delgadas.
La suya no fue la típica relación de pareja. Cuando se despertaban juntos tenían la sensación de seguir soñando. Alargaba el brazo e intentaba tocarla nada más amanecer; los pechos redondos y llenos, su carne, experimentaban mejor que nadie el silencio de su respiración, permaneciendo largo tiempo tendidos en la cama.
Desde entonces la mañana era la parte del día que más le gustaba.
La chica de la cafetería fue otra. Cuando anochecía echaba de menos su guitarra. Alguien hubiera debido salvarla. Detestaba las oscuras noches de lluvia.
Fue mucho después cuando la luciérnaga levantó el vuelo. Todo empezó en la residencia de estudiantes, hacía veinte años. El suicidio de su mejor amigo le condicionó hasta que se desengañó, tras asumir las culpas en primer término. La novia de éste jamás le perdonó, y eso que se llegaron a casar y a tener dos hijos, superando juntos la melancolía de la pérdida al reencontrarse el último año de carrera y comenzar juntos una actividad profesional de mucho éxito.
Si bien, allí donde todo debería cobrar sentido: el sexo, el amor y la muerte. Les hizo retroceder a su juventud y verse años antes culpables, echándose la culpa el uno a la otra, y viceversa, por aquella cuerda que bajó de ese olmo gigantesco y del cual colgaron a Toni, quedándose al pie del árbol.
La cuestión monetaria también contaba. Mucho más que las lágrimas que afloraron por los ojos de Patricia tras el orgasmo más triste que jamás había sentido, en aquella adolescencia crecida y con el follaje del bosque protegiéndolos, recordando aquel silencio a todas las lluvias del mundo.
Morir no les daba miedo; el futuro de sus hijos sí. Y que creyeran que no les habían querido lo suficiente. A mediados de semana se resolvería el juicio de la custodia. El otro lo contemplaban cada vez que se acostaban y miraban al techo, juntos o separados. O a la pared, o cuando tenían hambre. Con el tiempo la cabeza se les fue embotando, máxime cuando en mayo recibieron una carta de la madre de su amigo.
Hubieran preferido tres febreros seguidos.
Presumiendo de aquella casa de muros de color crema, contraventanas verdes y entrada granate a juego con los tejados. Así empezaba cada vez a confesarse, soñando de otro modo mientras jugueteaba con la correa del bolso.
Dichosa ella, y dichoso su marido que pereció en un crucero.
Hasta la vigésimo quinta vez no se le sinceró realmente ni le contó sus vericuetos con el vecino de enfrente, un palurdo que se levantaba a las cuatro de la madrugada para terminar de amasar y hornearle los panes a la Benemérita, salvo los martes.
No haber ido a misa, ser rebelde o desobediente con los vecinos de piso, maldecir, abusar de los dulces, acumular mucho rencor y resentimiento con su hija parturienta, mirar a los demás con lujuria, calumniar, haber tenido un aborto, emborracharse, fumar drogas, ver literatura pornográfica y tener fantasías, pagar por sesiones de espiritismo, burlarse de otros y no hacer las tareas del hogar fueron cayendo una tras otra.
Lo de poner apodos y ser egoísta siempre lo repitió, la mayoría de las veces con mala cara y de mal humor para acabar rebelándose contra Dios y sus mandamientos muy enojada.
De ella, el párroco no le comentó nada a la sargento Florentina, su otra querida, y hermana de la del bolso y la correa. La que también estuvo en aquel crucero.
El obispo de Villaciruela no se desplazó a Roma ni se conectó por videoconferencia ni mierdas de esas. Se quedó en el apartamentito de Sorroche, la compradora de arte compulsiva por antonomasia, que le guisaba estupendamente y además le dejaba tomarse su leche materna.
Un hábito que les hacía pasar tiempo juntos, y que beneficiaba a la salud de ambos. Y eso que la lactancia materna, con guerras propias o sin ellas, todavía era un tema peliagudo, habiendo paredes físicas y paredes mentales, victimización, abuso y de todo un poco. Lo mismito que con lo bélico o confesional.
Además, cada vez que políticos o personas anónimas opinaban, solía levantarse un huracán de opiniones a favor y en contra. No obstante, la mujer, de treinta años, amamantaba al clérigo que le doblaba la edad desde hacía unos años. Lo que les unía como pareja, y les beneficiaba la salud.
Sobre si Dios consideraba tal cosa como un quebranto, nada se sabía. En tiempos, algunos vecinos infringieron al párroco piropos muy deshonestos, y hasta escupieron en el cepillo de recoger las limosnas en las eucaristías. Gentes que no estuvieron al quite cuando la mujer comenzó a sobre lactar en los embarazos, produciendo más leche de lo normal. Tampoco sabrían mucho de lo incómodo del extractor de leche, que le congestionaba de más los senos, hinchándole los pechos y sobre todo ocasionándole un arduo dolor hasta casi la extenuación.
Él, que fue practicante de joven, como hombre la ayudó; y como sanitario siempre tuvo mucho miedo de que la misma contrajera una infección, aliviándola. El obispo llevaba dos años sin resfriarse, y con la piel más tersa sin necesidad de gastarse un puto duro en cremas.
Lo de que fuera un tema tabú se la soplaba, al igual que Roma. A Sorroche le encantaba amamantarlo, o ya no podía evitarlo, elevando la mirada en señal de orgullo por España, habiendo vendido a su hijo.
Extracto del libro en curso,
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