“El contacto físico cambia la forma en la que sentimos el dolor” habían financiado la pancarta a una psicóloga que la portaba, del Colexio Oficial de Psicoloxía de Galicia.
Capas y ladrillos muy bien pergeñados, donde no faltaba otra declaración en favor de los museos: “Las protestas en los museos por el cambio climático me parecen algo sucio, desagradable y basto”.
Declaración efectuada en la puesta de largo de la primera piedra donde se albergaría un museo para el que Don Avelino ya había oficializado la donación de una pintura única y excepcional, su preferida, la cual databa de una joven amamantando a un anciano en una celda de la prisión.
Perversa, porque ese anciano pudiera haber sido condenado a muerte por hambre por robar una hogaza de pan durante el reinado de Luis XIV en Francia, siendo la mujer su única hija y visitante de su celda, por fuera de los barrotes, a quien permitieron visitarle todos los días, siendo registrada a fondo de tal manera que no llevase comida al viejo; hasta que pasados cuatro meses y observando que el hombrecillo todavía sobrevivía sin perder peso, las autoridades ordenaron espiar los encuentros del padre y la hija hasta el punto de quedarse perplejos por cómo la hija amamantaba a su padre compartiendo la leche de su bebé, decidiendo los jueces en tal compasión de vida perdonar al padre y liberarlo.
Todo un pedazo de historia que Don Avelino supo explicar debidamente, y siempre a tiempo, un día u otro, pero siempre a tiempo y dejando deberes por doquier, además de su sorna (como en aquella ocasión de la donación interesada para que luego otros, políticos y no políticos, se hicieran la foto):
–No soy para nada feminista, los hombres son maravillosos, es más, pienso que cada mujer debería tener mínimo dos o tres. En cada niño nace la humanidad.
-¿Lo pintó Leonardo da Vinci o tu ayudante?- la puso en jaque la madre. -¿Y yo qué?, ¿no cuento?
Por un instante presagió un futuro aterrador, pasados unos segundos no tanto, se recompuso la cirujana.
-Exponemos ante todo el mundo lo que somos, lo que tenemos. Ya sé que estuvo en el Museo del Louvre de París, por eso mismo. Son estanterías compartidas. Nada odio más que los falsos halagos y las argucias sociales. Quienes esperan, deben distraerse; congeniar. Los cuadros ayudan a eso. ¿Por qué no?, estoy harta de las identidades falsas.
-¡Es el cuadro más caro!- protestó la matriarca. -En paredes interiores.
-Por eso mismo, el de más prestigio, el más renacentista. Lo necesito. Cerca.
Y dio por buena la atribución, lo cual reventó a la paralítica, que ir, no iba al Centro J.M. Peterson, pero organizar sí que lo hacía o pretendía. En su afán, Naomi estaba haciéndose una National Gallery, también con ayuda de algún que otro jeque de Abu Dhabi. Y no eran obras caras sin pedigrí. La cirujana tenía la delicadeza de tomarlos por más listos de lo que eran, a los inconcebibles adinerados, moros o lo que fueran.
Treinta y una pinturas, con taller de restauración incluido le habían donado; medio cielo. Un producto de alta calidad. Un tal Zollner y Matthews, cuando las finanzas del príncipe lo permitían, conservaban los icónicos lienzos; hasta le hacían copias, con sus sobresalientes habilidades, que luego, montadas, repartían a los empleados en función de los acontecimientos. Un sexto sentido.
-Un escándalo y una humillación- también para la arriostrada madre y el azabache de sus ojos, muy pesada. Alguien que no permitía ni que la mejor modista tuviera un desliz.
Verdaderamente divina, había veces que Naomi pareciera ser una ayudante de cámara de esos maestros. Tenía su cuestión de confianza. Junto a uvas moscatel, espaciosa, en ratos los miraba cuales aceros que la escuchaban. Se entendía con los oleos y lienzos de una mirada. Su personalidad plástica y los fuertes vínculos estéticos le atraían casi tanto como la medicina; otros, husmeaban. Ella era capaz de percibir el pelo, las cejas, los ojos, la risa, o incluso la seriedad y los gestos hieráticos de las retratadas, inclusive la alegría de la esperanza de los bodegones o murales. Se educaba y reciclaba sobre el fin de posibilidades con sus mutismos, que encerraban pánicos. No admitió nunca fotografías, ni de gente convencional, solo ese filtro pictórico a su mirada. Obras conocidas y extrañas, algunas adquiridas con el estómago y los excesos de duda.
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Ryan tenía mucha proyección. Pudo haber ascendido antes si lo hubiera querido con todas sus fuerzas, no obstante, ahora tenía su momento, se sentía capaz de vender cualquier idea.
Pocos sabían lo de su miedo, un vecino con el que los viernes por la noche se tomaba unas cervezas, y la que le hacía de psicoanalista, que no era tal, sino un músico en paro con una capacidad inaudita para escuchar a los demás cuando ellos no querían que nadie les oyese.
Mirta tocaba el acordeón, no le pegaba con su cuerpo tostado; lo de fisgonear en otros sí que le iba, sabía disimularlo. Siempre que tocaba sesión, se ponía su faldita escocesa. No sabría decir qué le ponía más, si los cuadros de sus piernas o esa postura que adquiría cuando echaba los brazos hacia atrás.
A él lo tenía loquito, se lo supo ganar y hacer de ello una fortaleza, no una debilidad más. Los miércoles comían juntos, quedaban en la cafetería de una facultad cercana, la que impartía derecho y ciencias sociales. El menú les gustaba, y el bullicio les permitía hablar de todo sin sentirse incómodos.
Se cruzaban con gente de todas las edades y condiciones. Jugaban a adivinar las profesiones, y no siempre acertaban; la moda de las segundas carreras, unida a la dejadez y falta de motivación les hacía un flaco favor.
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Cada mañana la arropaba, sin que la misma suspirase. Para el desayuno. Le decían todos los nombres, y le hacían gracias. Los niños le ofrecían pastelitos redondos rellenos de dulce de leche o crema pastelera cuando no se enteraba nadie, o alguien disimulaba.
Y justo antes de abrir las puertas le tiraban un beso.
Las meriendas ya eran otra cosa. Y una vez llegaron a reunir a cien personas. Solo una vez, porque casi la asfixian.
Ave María Purísima le decía la abuela sin pecado concebida, como aurora que anunciaba la llegada del sol.
Los pájaros, al menos de siete especies, no se explicaban su mudanza. Viéndola con respeto, que no con desdén, asomándose levemente desde el balcón. Uno, una vez, llegó hasta la faldilla.
Fue de lo poco que quedó tras la venganza del campo, aquel apocalipsis amarillento, con las epidemias, las fieras salvajes y volver a matarse con la espada.
Un padre, roto y sumido en el dolor más absoluto. Pero padre, y madre también, frente a la fugacidad y el colorín de la sangre fresca. La resistencia de una generación casi olvidada, por el eco de las bodas y la mirada del alma.
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–Las calles tan solas como ahora -se atrevió a decirle una vez delante de todos, con él poniendo cara de disimulo, y de la que no se escapó-. ¡Papá! Y lo que sea de cada quién. Yo prefiero vivir o morir y que cada suspiro sea como un sorbo de vida del que uno se deshace. ¡Papá!, si lo sigue siendo. Usted. Por algo mi madre me curtió bien el pellejo para que se me pusiera correoso.
No se pudo aguantar las ganas la hija.
“No faltará cualquier vieja joven que venga a cuidarlo” pensaron los guardias, que no dijeron nada, moviéndose espacio, quienes año tras año, todos, temblaban con el aniversario y el paso de aquella topeteada de salitre que rechinó e hizo vibrar las ventanas. Ni las muchas madrugadas de guardia o primaveras locas podían ir apagando esos recuerdos. La mujer e hija seguía rezongando en las horas llenas de espantos. Eso asustaba más que la dama. Era otro incordio la hijita del director. Todos lo sabían, incluso Mary la ordenanza.
-Si usted viera el gentío de ánimas que andan sueltas por la calle -le informó la propia Mary McCarthy a su señor Griffin-. Vino a prender la lumbre de su padre; y no tardó en oscurecer. Sentí náuseas. De su boca borboteó un ruido de burbujas.
Allí, donde el aire cambia de color las cosas, la engatusó el bibliotecario:
–Ruega a Dios por nosotros, Mary McCarthy. Y procura ser buena -le comentó, evitando añadirle “así tu purgatorio será menos largo”.
-Soy algo que no le estorba a nadie, pero me dio miedo su hija. Le robó el espacio al director. Se le metió en el despacho como un pájaro burlón, señor Griffin. La puerta grande rechinó mucho al abrirse.
–Mary McCarthy. Era y es su padre. No nos metamos de por medio -advirtió. Y soltó la risa el galés, además de un gemido de cansancio. -De aquí para allá y de allá para más allá -dictaminó-. Descansemos, que se rasquen otros los morros. Veo que tenéis chismes para unos buenos ratos.
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A quienes tienen el horizonte en una línea
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