-La urgencia no hace que se cambien métodos que funcionan por métodos que no funcionan -dijo, cambiándole la cara, normalizando su propia vida.
Con expresión de fugacidad y gentío, entrando en juego todos los sentimientos, le sobresaltó la belleza de lo cotidiano. -Recupérate, o ya no podrás volver al mercado de toda la vida, guapo -asintió cogiéndole la mano.
Esa persona de rutina, que antaño fue previsible, revivió la lucha entre sueño y vigilia con osadía, insolencia, atrevimiento y arrogancia, más ya no veía lo que todos. La fuerza y el poder de la carne estaban en otros menesteres. La historicidad de la vida siempre fue un avance sin retrocesos. Práctico, recordó en su taimado descanso, sabio de recuerdo: -Te estás quedando sin amigos.
No había nada como ser rico o tener mucho talento, y le salió a flote, sin soltarle la mano, queriéndolo. -Yo no prometo nada excepcional. Hoy miro el rencor mucho más tarde que ayer.
No mucho después, pasó la enfermera de planta y ni ella ni nadie pudo cambiarlos, dando paso al árbol del infortunio y a su oficio. Unos en el corazón de la muerte, otros en el corazón de la vida. Estrellas y santos.
La fuerza de la voz del celador no dio ninguna otra explicación al suceso cuando le avisaron, simplemente empujó y condujo la camilla, habiendo interrumpido su frugal cena en un mantelito. Cosas de este mundo.
Resultó, sin embargo, que nadie regresó a casa esa noche.
Sabía que ella, su amada, estaba enfadada porque él había decidido que no irían a la fiesta, pero, sencillamente, no era capaz. Había amargura, había resentimiento. Tal que uno hubiera desayunado dulce y el otro salado.
Al final, había llegado el momento y se había visto obligada a buscar la verdad. Antes, ella vivía con su soledad, ahora vivía con su compañía; la suya propia. No más, en tal lealtad y futuro. No le hacían falta fotografías ni la vida pública, ya no era joven. Claro que, corrían el riesgo de quedar destrozados.
Tal vez hubiera debido hacerlo muchos años atrás. Le quería, y quería seguir queriéndole. Pero no. Optar por vivir la vida con una venda delante de los ojos rara vez resultaba honorable.
A todo esto, los niños podían llegar en cualquier momento… Sus cuerpos, sus labios, su respiración. Tenían una familia perfecta. Perfecta por completo.
Necesitaba que le dijera que todo iba a salir bien. Y con la mejor intención.
Válido para cualquier época,
y casi que postulados.
Había gente para todo, aunque no se pudiera contentar a todo el mundo todo el rato. De esas personas inusualmente calladas, o a quienes les atormentaba la luz, hasta la más cariñosa del mundo. Por eso mismo le debía las mejores y quizás las peores horas de su vida y eso era un vínculo que no podía romperse.
En puridad, jamás llegaría a tener rango de sargento. Y en esa incongruencia fue donde el forense determinó que los olores feos tenían su encanto, no por los zapatos desparejados. Porque apenas dos o tres monosílabos pudieron sacarle, faltándoles muchos. Al fin y al cabo, la vida transcurría en los márgenes, amén del tabaco, la lana sucia y el sudor rancio, o que odiara a los niños.
La gente en los coches y caravanas de alrededor comía cosas jugosas. Nadie había previsto eso, pero sucedió. Cervezas, hojaldres, golosinas y papeles tipo kleenex se advirtieron, por entre la sorpresa e incluso el goce, llegados a lo alto de la loma o incluso el ancho valle. Los pájaros, cómo no, se comieron todas las migajas, también sentados en fila, insignes e indistintos, conservando cierta neutralidad.
El vestido de gasa con hombreras y el diminuto broche fue recogido prontamente de la escena, no así el abrigo viejo y raído, para quien alguien debió alzar la voz. Un tipo que a su muerte sabría lo que era el matrimonio, seguramente.
No obstante, el silencio fue la esperanza más devastadora. Devenía la verdad, así como el cielo estrellado y las poleas y los volquetes de la mina cercana, dejándose arrastrar el aire por las olas de sauce blanco, soslayando mejores tiempos con fruición. La cabina de teléfono, de las pocas que aún perduraban y daban servicio, comunicando, ya sin asombro, que sí las primeras veces; y siendo una voz próxima.
Junto a toda esa economía, ritmo, imágenes y lucidez: el cadáver. De uno que tuvo una vida intensa y agitada, de alguien que vivió con su familia en distintos lugares, y que tuvo infancia y juventud, también que dictó obligaciones de padre.
La historia es lo que contaba, ni que jugásemos todos con las mismas cartas. Pero ella seguía tratando de recordar quién era. A veces entrecortada, otras fluida y tranquila, las menos torciéndosele la peluca y llegando a decir groserías. Más allá de eso: otra madre difícil, a futuro. Otra Lucía.
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La persistencia de la memoria, la omnipresencia del tiempo, el movimiento perpetuo, el dominio sobre la humanidad y la mirada tímida pero bienintencionada quedó en eso… en ser un reloj blando, duro. Desactivado. Que no quería a nadie. Tal que una persona de reloj cuando todo se había terminado. Sin nadie, sin nada. Ni besos, ni abrazos, ni lágrimas, ni caricias. Nada.
Solo ser la dulce inercia; obligado a aprender de nuevo a ser frágil en un mundo infinito. A aprender a leer sombras de otra manera. A chocar contra la censura, y la literatura de la derrota.
Solo.
En realidad, somos bastante extraños, máxime cuando las voces salen de la niebla, de los tiempos indecisos, o de lo bello e inadvertido del aleteo de un pájaro alimentándose de néctar en un acto casi místico, surgiendo la librería ambulante de la naturaleza, los tonos, y ese comprensible infinito de cuando uno se detiene en sus pulsos y sus cánones de diversidad.
Cosas que amansan los latidos del corazón, cosas que deben ser breves, cosas que pierden al ser pintadas, cosas que están cerca aunque distantes, y pareceres satisfechos de sí mismos.
Nubes y cosas que nos gustan particularmente, con o sin el silencio de los dioses, cuando la frontera entre lo racional e irracional es cuando menos difuso, y la costumbre es la reina.
Otras estrofas, otras canciones. Que acarician la singularidad del mundo impidiendo que perdamos de vista aquello que es valioso. Detalles, principios y valores gratificantes.
Preciosas ridiculeces cuando es el otro quien nos cuenta nuestra historia y nos devuelve el pulso narrativo.
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