Esa grumete, metida a almirante, estaba recordando las lecturas de El Viejo y el Mar:
-Allá arriba, junto al camino, en su cabaña, el viejo dormía nuevamente. Todavía dormía de bruces y el muchacho estaba a su lado contemplándolo. El viejo soñaba con los leones marinos.
A quienes desean entonar, la insaciable canción del pirata
Extracto Flores de plástico (PEBELTOR)
Pareciera que no, pero sí. Había un momento en la vida en donde se precisaba escaparse a ese lugar donde se cruzaba lo viejo y lo nuevo y recordar esas maneras de hablar, de comer y donde el silencio no tenía más señuelo que servir para muchas miradas diferentes y ninguna, como si se descubriera algo nuevo, dejando a un lado las cosas que decimos, las cosas que hacemos.
Ese bazar de la calidad, ese disco de silencio. El frío de la madre.
La casa, ese lugar del que marcharse con tantos recuerdos con los que se había llenado. Nada más ensordecedor; donde antes se vivía con soledad y ahora con compañía en la ruleta de los días, los años y los tiempos. Donde alguien vivía sólo para tener un lugar adonde volver siempre. Dulce y salada.
-Hemos vuelto a los Sesenta: podemos hacer cualquier cosa, pero hacemos lo mismo -apostilló el coronel, obligado también a desdecir a los de su pinganillo-. Te mienten para no perderte y te pierden por mentirte.
El amor era un beso inesperado en la frente, y así sucedió. Un paréntesis en la omnipotencia de la carne, los voluptuosos balanceos y los transparentes tejidos a la luz de las candilejas cargadas de sordas miradas.
La emoción, la encrucijada del amor y los gritos de alegría no existían. Jamás existieron, más bien. Y el caso es que había algo. Un algo especial, distinto. No ese vacío espiritual, pero algo. Quizás, mitad respeto, mitad aprecio. Necesidad de otra presencia, de sentirse, de ponerse a prueba.
La comunicación podía ser una caricia o un traspiés.
Ella sustentaba ese todo inclasificable. Eran gente normal, sin tonterías. Sin aspavientos. Gente que se trabajaba los días. Gente que tenía su infinito al alcance de la mano.
Se veían de vez en cuando, aun siendo un acto prácticamente sedentario, dados a la rutina y a esa prodigiosa trampa de la sensibilidad humana y la condición de lo efímero.
En la cama parecían una caja infinita de voces si ella lo procuraba, dibujos quienquiera que fuesen. Personas que llevaban la experiencia del vivir hacia la nada del olvido pasando unos ratos juntos.
Una vez, hasta fueron una hilera de dos cuerpos agonizando junto al mar.
Cada cierto tiempo dejaban huellas duraderas. Y no era tarea sencilla. La memoria del mundo estaba ahí, contenida, sin hormigueos. La frágil memoria humana en tiempos donde casi que estaba prohibido leer, refugiados en ese disfraz de vagabundos del quererse. Un querer mediado, rutinario; siéndoles una extensión de su cuerpo los días y los trabajos.
Confraternizar, emparentar, ya les había cogido viejos. O mayores. O acomodados a su vejez. Como mejor se quisiera en el olvido irrevocable de esas palabras prohibidas y actos o destellos de lo que fuera.
Quienes nunca hicieron ese esfuerzo jamás sabrían lo que pesaban tales días. Días de todo. De verse y de no querer verse (sin burla, sin odio y sin generalizar culpas). Días, al fin y al cabo. Belleza y dolor: quererse. Vivir.
Mudanzas no hubo ni habría, mudanzas planificadas. Gestionar esa miseria del darse a todo y nada, y las ganancias extraordinarias se hacía sin hacerse. Lo más, siempre, un desnudo libre. Y que pasaran los años.
Años de todo, chocando contra su propia censura y aspiración. Y años de lo tierno y profundo, del recordar siempre, del ser frágil en un mundo finito, pero años sin ese todo a la vez en todas partes, porque arrastraban un pasado imperfecto. Años con mano firme de algodón.
Y felicidad como botín de guerra. Extraña felicidad la del desnudarse a medias en ese recipiente de los días donde se posaba el tiempo. Mísera felicidad, mala en días de invierno y dura en verano, nunca buena del todo.
Sí, ella merecía una primavera y no deberle nada a nadie. De él, poco o nada. Una persona que se había jubilado no hacía tanto, un hombre tranquilo si acaso. Hablaban de ella, lo que llamaba la atención de esa relación era ella. A la que tildaban de puta y de tantas otras cosas, como si nada, como si todo.
-El cobarde abandona primero su dignidad antes que abandonar el campo de batalla. El dólar respalda decisiones.
Esa era la versión oficial de la entrega de la maldita presea, porque no querían que sus chicos fueran hechos prisioneros ni por asomo.
La otra, decía:
-Siempre es mejor que un amigo te diga hijo de puta, a que un hijo de puta te diga amigo. Úsela y a su familia no le faltará de nada. Cuanto más se gana, más cerca se está de la derrota.
En un universo donde convivían variedades de estilos y personalidades con una clara vocación reivindicativa no podía faltar esa encrucijada de la moneda…
Tipos irreductibles, que conocían, que trabajaban la mente, y otros muchos, realmente tenían una perspectiva completamente distinta a los demás. Gente normal.
Su emocionalidad, y su percepción del castigo y de lo que estaba bien o mal, podría arramblar con cualquiera. Tenían un perfil desorganizado y, a la par, organizado.
Las velas adornaban, solo eso: ni calor.
Era el funcionamiento más antiguo del mundo: decir y que otros escucharan o simplemente estuvieran. Si preguntaran a un enjambre de abejas les dirían lo mismo, porque les daba igual, todo estaba hecho de antemano (sin contar los inmuebles y otros parabienes).
En ese templo lo que se cernía era la vida de los demás. Y había gente de todo tipo y condición. Los comerciantes no tenían lengua, los mecánicos herramientas, los médicos vidas que cuidar, y las maestras ni un momento del día. Buscaban las mentiras y su temática: su interés. Incluidas las expresiones de aprecio.
Cuando los detuvieron, algunos con supuestos delitos de asesinato (por una menor de diecisiete años), apenas se inmutaron. Grupalmente intentaron defenderse, callando. No obstante, cuando los investigadores consiguieron que uno, en rebeldía, hablase, todo cambió (políticas aparte).
Fue un adulto de veinticinco años, que desde los trece estaba condicionado por esa comunidad, alejado de cualquier consumo de alcohol o estupefacientes, muy ecológico y sostenible. Si bien, tuviera la edad que tuviera, cumpliría condena, porque fue homenajeado con cien años de prisión incondicional, todo su patrimonio confiscado para el erario público, y trabajos forzados arreglando caminos rurales. Forzados porque resultaban obligados, no voluntarios. Seis días a la semana; y el séptimo para que limpiara su celda de mejor modo, que no solo ordenarla, y resumiera lo leído. Pues lecturas obligadas tenía: un libro a la semana. El tiempo libre para su alma, si es que tenía. Asistencia médica gratuita, cómo no. Y acceso a pistas deportivas y otras universidades, por supuesto. También credos y otros engrandecimientos o ruegos, o la voluntad de todos los sexos. Después de lo anterior y de todas las misericordias.
Los restantes, siete días.
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