Los niños sabían mejor que nadie que cuando había una corbata en el asidero de la puerta todo podía suceder y nada pasaba. La corbata era un pretexto, un dictamen.
A Patrick de niño siempre le gustó verla en el mango, y eso que una vez tiró del pomo y se quedó peor que habiendo metido los dedos en un enchufe. Ya bien crecido era él quien usaba esa manija. Era su escapatoria, su excusa, el mejor subterfugio.
Tener tres hijos y estar casi perdido y olvidado daba para eso y mucho más.
Ese mapa de soledad de la corbatita en la puerta, daba para toda una cárcel y su libertad. Era un purgatorio de vida. Algunas recepcionistas de restaurantes de lujo, algunas, lo sabían. Y tenía que ser una corbata, pues la gente solo sabía respetar a los ricos, y esa prenda lo simulaba y ocultaba todo bajo la voz del silencio y el sentido de las puertas.
Una prenda que convivía en el abismo tomando el silencio por aprobación por ruidos que hubiera.
Una rara mezcla y suerte de variedades cromáticas hacían de Patrick todo un hombre. Máxime, porque las primas siempre fueron las primeras amigas y maestras en su vida, ellas podían no ser parte de su vida diaria, pero nunca estaban lejos de sus travesuras. Tituladas y no tituladas.
Otros compraban flores en un mercado para las novias y los muertos.
Se fueron para siempre; sin sorpresas.
Y la ciencia forense y sus respuestas inmediatas y los matices concluyeron un perfil psicológico del que se podía intuir: sádico, con pasado militar, ludópata, masoquista, homicida, putero, fumador, religioso, ávaro y desconsiderado.
La evidencia atronadora de las pruebas jamás determinaría que fueron dos ancianos; ni todos los antropólogos forenses y tantísimos detalles, como que los muertos contasen cosas: ¿quién era?, ¿cuándo murió?, ¿cómo murió?
En fin: que sucedió una noche. Y se fueron para siempre, sin sorpresas.
Volviendo al cochecito, el Duque fue de lo poco que respetó (dejando algo del mismo), y a punto estuvo de hacerlo pintar de púrpura giboso y deslizarlo con las dos puertas y capó entreabierto por un desfiladero, en el que yacían huesos y dientes, o subirlo al mar y echarlo a los océanos, orgulloso.
Si bien, la tenue luz del alumbrado público que modestamente reforzaba esa ala de notables residentes aguardaba al coche cada noche, creando un complicado fondo para quienes vivieron tiempos mejores, pero existía nuevamente la posibilidad de vivir y debían intentarlo.
El fútbol de los domingos, los éxtasis de los concursos de la televisión, trabajar para ganarse un sueldo, examinar aparatos averiados e intentar no destacar siendo un marine duro quienesquiera que fuesen era miel en esa urbe de desierto, y órdenes que cumplir.
Un buen regalo,
que la vida es urgente
Era buena siguiendo normas, y como los hombres, conocía sus limitaciones. Pero una fatalidad le impidió lograr aquello para lo que nació privilegiada. Su frescura, su belleza salvaje, la fragilidad y el misterio con el que bailaba quedó en un accidente y una lección bien aprendida.
Otras hubieran renunciado, pero ella no. Tampoco tenía palabras para la muerte. Y se disponía, tal y como ella se decía: “una vez se cierra el trato no se modifica”.
Le caían unas lágrimas más grandes, si acaso; no obstante, pensaba acabar aquello que empezase. Y como le enseñó su abuelo: para saber ganar, había que saber trabajar.
Nuevamente faltaba un solo día para los Reyes Magos, y muy suya cogió papel y bolígrafo (no cualesquiera), y se dispuso a la voz de su inteligencia puramente intuitiva, como la otra vez. Y ya iban muchísimas, pero como si fuera la primera (amedrentadora, casi).
Era todo un arte cuando se colocaba tan discretamente al borde de ese camino, llorona o no. Y completaba ese paso de los días y las horas, porque se veía, por más que el tiempo le pasase de forma cruel e inexorable, sin ni poder pararlo. Nada de fanfarrias ni amontonamiento. Sabía lo que escribía, tristezas aparte. La edad no le era sino un cúmulo de placeres y una brújula en el despeñadero, y heridas asignadas a su fortuna. El mar, un inconveniente superable, como ya demostró aquella vez. Después de cuando las zapatillas mágicas.
Peor le fue con la cárcel del amor, y supo salir de aquello también (la muy bella) por más que le mirasen su rostro con desprecio. Así y todo, su corazón no había albergado el plomo que acarreaban las mudanzas, pero ya tocaba. De leyendas mitológicas ya se había hartado, que casi se le vuelve la sangre agua. Y tras dos embarazos, y dos partos, no quería más uniformes de ida y vuelta que ni con fe se superaba del todo el pesaje de ese corazón, sabedora que ya nunca podría ser más joven.
Lo de cantar le eran mentiras piadosas. Muy parecido a lo de que la quisieran y el deber más que moral del tener que morirse antes que sus hijos; barbaries ingratas para las que no podía alegar inexperiencia. De por sí, seguía queriendo a los mismos que quería, estuvieran donde estuvieran, muy a pesar de que la ciencia de la vida no respetase nada.
El secreto de la longevidad como tal era jugar, y no se trataba de eso. Tenía que haber intención.
Y como que calada con el rocío de tantas ganas, despuntando a la madrugada menos sonora, exhausta y expuesta, recordaba cada peca y las evitaba, más el crujido de las camas y las manecillas del reloj sonándole desde sus adentros, porque a veces acostarse con alguien era como estar sola. Pero se reforzaba en ese cautiverio y pedía, sutil, tal y como les prometió, hablándose en sus silencios con esas ataduras. Y el problema no es que dejase turrón de más una y otra vez cada año, además del bizcocho de manzana con pasas y chocolate negro sí o sí, y la jarrita de leche; o que se metiera en lo que no conocía ni comprendía, o que otrora época fuera corriendo de un lado a otro perdiendo la serenidad.
En la casa oscura de su ausencia, fuera o no certeza, higiene de vida, sincronía y/o hacer lo que se pudiera, con el gato ronroneando plácidamente cambiándole la luz de la calle que entraba por los visillos de la ventana, en nada irreflexiva lo firmó, ensobrándola, que vivir en sociedad implicaba seguir el protocolo, yendo hacia una primavera silenciosa en la que casi no habría sonidos.
A partir de ahí, quienes tuvieron dolor y miedo fueron los tres Reyes Magos y el embozo de la sábana, arreglado milimétricamente, cuando tiempo atrás lo hacía con desatino y aquella familiaridad apropiada de sus canijos.
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