agosto 2022

27
Ago

Si me dices que no

Había pasado casi un mes desde que ella se marchó. Semanas antes ya se había llevado su lencería y algunos otros enseres, dejando apenas el calzado de estar por casa y algunos productos de higiene personal. Ya no quedaba nada material que fuera exclusivo de ella en esa vivienda. Salió con todo y sin nada.

Él se arrepentía, pero como adulto debía respetarla. Fue ella quien lo dejó. Ella necesitó irse, y él no corrió tras ella. Pero seguían juntos, al menos él así lo creía. Y creía que ella también lo sentía, porque estaban hechos de amor y de pensamiento.

Por más que cada cual intentó retomar sus días sin el otro, ni por casualidad se olvidaban. Resultaba sumamente difícil escapar de alguien con quien se quería estar. Juntos, se hacían sentir mejor persona, por días malos que tuvieron. Días, de esos, en los que él se agobió (por ella y por todo) y de los que a ella todo le supo a poco.

Atrás quedaron las palmeras de chocolate, los viajecitos al café del parador, las probaturas de bizcochos y los pecados a la luz de la luna, amén de otros haberes.  

Por suerte ninguno había cambiado de vida ni había rebuscado entre sus recuerdos, luego había opción para seguir dándose sentido y pertenencia. Para desconectar, para unirse, para relajarse y ayudarse, o esconderse, que eso también supieron hacerlo y bien que lo necesitaban.

Uno y otro, habían probado a sobrellevar la tempestad en vísperas de los días de viernes, y de cualquiera otro día, y por mucho caminar siempre volvían al mismo punto de partida: ¿por qué no estar juntos?

Resultaba irónico que en esa casa se hubiera quedado el cuadro del embarcadero, la foto de él, los cojines del cabecero de la cama, y la funda del sillón. Enseres de esos dos años que se dieron que lo resumían todo en un hogar que no supieron cuidar. Presunto inocente, ni se atrevió a moverlos. A su modo le daba las gracias por estar a su lado, que también los odiaba. Pero había madurado. Esperaba tenerla cada día más cerca, y no tan lejos. De tener otra oportunidad, se dejaría cuidar de mejor modo. En parte lo necesitaba, y creía que ella también.

A su modo la había estado sintiendo, y tras haber pasado los primeros días con una sensación de falsa libertad o más bien liberación personal, seguramente le hubieran surgido brotes de rabia y hubiera echado mano de las típicas frases apelando a que ella se había entregado del todo y apenas había recibido nada, para, días más tardes, estar en esa fase donde aceptar el perdón propio y ajeno, no sin echar mano de los típicos dichos sobre la felicidad y la paz y aquello del ser feliz, como si se estuviera por encima del resto de los mortales o se fuera Teresa de Calcuta.

Quizás, todos esos pensamientos formaban parte de un proceso interior de aceptación, porque a su manera la mujercita había enlazado una relación con otra, y eso de algún modo había de digerirlo. También le habrían influido sus restantes obligaciones, como madre, y cómo no, las amistades, que, apoyándola, la hubieran inclinado a esa aceptación tan dichosa y vehemente, creyendo fortalecerla.

Pero la vida, que no engañaba a nadie, los había unido y separado.

Unido porque en honor a la verdad podían estar hechos el uno para el otro, a poco que quisieran y se dieran. Y separado, porque necesitaban darse cuenta de ello, teniendo ya una edad y vivencias. Ahora bien, las mujeres eran mejores timadoras que los hombres. Y ese no se fiaba. Ni podía arriesgarse. La respetaba tanto, por querer lo mejor para ella, que no se atrevería a incomodarla. Para sí, seguía muy presente que la misma se marchó de su casa dejándolo sin nadie, solo, como si con ello la misma hubiera obtenido una dulce salida a una amarga situación, liberándose. Así pues, no era orgullo ni cabezonería, era respeto, por lo que no movería un dedo para recuperarla. Había de ser ella la que por propia voluntad tocase la puerta y se dejase notar. La que diera otro paso al frente, como la primera vez, en ese mundo de adultos tontos.

Agostarse sería preocupante. Aparecerían los verdaderos miedos, y uno y otra sí que recogerían velas, protegiéndose irremisiblemente. Y cualquier cosa podría suceder, pero no entre ellos. Dejarían atrás el amor, los placeres y esa vida inacabada. Volverían los vértigos, los mareos, los cabreos. Las muchas preocupaciones… que en verdad nunca se fueron, pero que en tiempos, sí supieron domesticar… cuando fueron uno, sintiéndose. Porque eso le faltó a sus días: tiempo. Darse un poco de tiempo, entenderse mejor. El calor influyó poco, fue la presión del tener que hacerlo todo. Y de qué modo.

Las nubes grises, pasajeras y enardecidas, que cada tarde aparecían y desaparecían así lo atestiguaban. Era el poder de la naturaleza, que no engañaba, solo mostraba lo que había. Soledad. Soledad de estar solo, soledad de querer y no poder, soledad de amor.

El cuadro del embarcadero era eso. Un quiero y no puedo. Una luz sobre la que destacadas sombras se hacían nítidas. Todo un miramiento a ciertos pobres diablos. Ellos. Seres de ojos humedecidos que cogían aire con fuerza, de mirada joven y mezcla de asombro y atención, abandonados a cualquier esperanza, la suya, no dejándose llevar por las carencias que dominaban su existencia.

Lo mismo necesitaban eso: decirse que no. Oírlo de viva voz de la otra persona. Y entonces sí, quererse mejor, de otro modo. Oírlo, aunque fuera en tono cortante y mosqueado, pero oírlo. Y replegarse con aprehensión, refugiándose con recelosa determinación, asintiendo con la cabeza… Lo otro, dejar ese agosto en una mueca de disgusto y mascullar la vida juntos también podrían, y dejar a un lado la melancolía moderna, la ambigüedad moral y la obscenidad secreta del quererse.

25
Ago

El corazón helado

Extraordinaria, comprometida, necesaria. Perdió la guerra; o se marchó y se quedó. Fue cuando no llevaba medias, y sus vestidos que no eran vestidos le sentaban tan bien como si no los llevara.  

Pareció llegar de otro tiempo, de otro mundo. De pronto. Hubo algo en su actitud, ese encogimiento forzoso, que los unificó. Él, pensó, y sostuvo la mirada. Los suyos y los de ella, verdosos pero oscuros, un marrón reconocible solo en ella.

Una mujer a destiempo y sin motivo que avanzó en dos tiempos. Una mujer del presente, y con memoria, que quiso reelaborar sus días, más por dentro que por fuera. Y lo intentó, o intentaron, con inquietud, impotencia, amargura, miedo, rabia… aferrándose al hambre y la zozobra.

En la víspera de su partida también creyó que lo suyo no era un novio, sino una tontería. Menos tranquila, menos sensata; ni le besó. Nada de entrega, nada de pasión.

Por entonces las cosas les iban tan mal que echaban de menos sus conversaciones nocturnas. Ella, quiso, un tanto vehemente arengarle, y ese novio o lo que fuera no pudo. Ella, urgente, apresurada, salió. Habría dado cualquier cosa por salvar esa relación, ahora bien, llevaba meses con un presentimiento. Él, como si solo soñara con vivir en una casa de campo.

Les faltó ese brillo paciente, de cuando la primera vez: paciencia, una serenidad fácil, ecuánime, hasta insensible. Él se quedó con aquella mirada; silencios que recordaría toda su vida. Y con esos apretones de mano de ella, suplicantes. Palabras, gestos, silencios que recordaría toda su vida. Un tesoro sin precio en un mundo donde las parejas no existían, solo las impaciencias despiadadas, los padres y sus hijas. Poco más.

Las madres ya no eran madres. Trabajaban y muchas habían dejado de desear como que en una naturaleza distinta. Piedras, con suerte, sobre un trozo de tierra. Y que no las forzaran, o robaran, dejándolas con el rostro de un extraño, polvorientas, renunciando del todo a desear.

De ahí la importancia de apenas encontrarse sin volver la cara. Sin mirarse, sin saludarse, sin decirse nada… años y años, para un día acabárseles de romper el corazón sin esa ansia de saber, queriéndose. Algo que no se acabaría nunca.

Pero ella se había ido, y él inhóspito, como que cercado de alambradas.

De verse posiblemente ni terminarían o empezarían las frases, condenados el uno al otro, espantosos, distintos. Lo suyo no tenía remedio. Alguien, nadie. Seres que se conocían muy bien por ser ellos… que ojalá supieran dejar ir lo que ya los dejó ir. La desfachatez más grande, donde cada cual, en su foro interno, si pudieran vivir otra vida tratarían de cometer más errores unidos por la pena y por la vida, y por la obligación del seguir despertándose cada mañana y tener que darse la vuelta muy despacio, saliéndose de ese abrazo y refugio suyo tal que la última noche e improbable salvación para ver esas otras lágrimas distintas pero iguales atrapadas en ese bucle de los brazos de él y de ella transformando la belleza sin anularla, jóvenes, medianos y ancianos.

En cambio, más allá de la emoción y del cansancio, uno y otro a distintas alturas, a cada paso que daban se buscaban y no se encontraban por encima de la alegría y la tristeza que se propinaron, apreciando la perfección airosa de los días y los trabajos siéndoles la ciudad una mala pensión, otra de tantas a falta de los alaridos del buen dolor y los arrodillamientos en el suelo paralizándose sin ni saber por dónde empezar a remediar lo irremediable. Ella y él, repitiéndose vivos: “te sigo queriendo con todo lo que soy, con todo lo que tengo”. Y muchos otros desamparos.

El paso del tiempo les hizo temer encontrar a otros, por cuando los días más cortos haciéndoseles largos. Reencuentros resueltos con uno mismo, poco menos. Solos, solteros y desamparados sin límites y sin condiciones, ni holguras de lujos. Más contuvieron la respiración, se querían más y menos. Y los rostros iban de mujer a muchacha, o viceversa para mayor escarnio. Necesitaban mirarse, apiñarse y mantenerse apretados besándose en la frente, en los ojos, en las mejillas y en los labios. Y casi que desaparecer de la vida cotidiana y las consignas de tantos infelices. Esa manera de pensar despacio que intentaron imponerse… apenas progresó al corazón helado, y al tumulto de las calles. Fueron demasiado orgullosos, demasiado egoístas.

Oscurecidos, avejentados, se siguieron prometiendo a sí mismos: nunca más. Bastarse solos era hambre, ruinas y bombardeos. Tuvieron un talento extraordinario para la impostura. Aquella ciudad, aquel mundo… las tardes, como todas, les seguían echando de menos. Era como si él o ella necesitasen el permiso del otro para preguntarse, para interesarse de nuevo cara a cara e integrarse. Ser, viajar un poco (lo que se pudiera), tenerse y estar. Sobre todo, estar. Habían perdido la guerra, su guerra. No, y sí. 

Para los historiadores, para los políticos, para los estrategas tampoco hubo un plan. Unos y otros, cabrones. Nadie, más que ellos, siguió caminando en voz alta deseando mirarse, verse y estrujarse, aunque fuera de tristeza o de mala emoción… de amor y por amor. Culpables y traidores, locos. Tontos.

Y así, al poco de morirse. Él. En un día de primavera, templado y claro, donde nació y apenas vivió, alguien cogió unas notas. Páginas que no eran oficiales, sí un diario. Había tenido tiempo para elaborar aquel librito de los refranes. Los justos. Aquel desconocido que lo tomó y se tomó la molestia de tomar el libro y darle batalla, se amparó en uno, sin prisa y sin sorpresa, resignado a desempeñar un papel distinto de sus días y sus trabajos. Con esa frialdad, leyó y comprendió. Algo que le llegó al otoño con la desesperación de sus propias piernas tras buscarla y buscarla, porque quiso hallar con la dama que aparecía en la dedicatoria y advertirle de esas letras, cartas suyas, espaciadas, y dichos. Insignificantes y sin embargo importantes, producto de ellos, de dos amados… Fue un episodio extraño. La niña no era la niña, ni abuela. Pero no le resultó extraño. Enseguida supo de quién era, libros que siempre tuvieron cerca, instintivos, de una sensación aún mucho más extraña, sin pausa y sin consuelo. Donde hubo fuego, cenizas quedaban. Ternura y deseo. Al descubrirle la carta con una tranquilidad casi ofensiva, detalló: Adonde el corazón se inclina, el pie camina.     

Y nunca pudieron dejar de quererse, ni de devolverse la mirada. Cualquier cosa, ni habiendo dejado de respirar con la maleta de los viajes largos y sus muescas endurecidas en el lugar donde debían haber estado sus corazones: juntos y sin echarse a perder.

25
Ago

Un mundo que mataba a los niños

Con ocho años ya tuvo conciencia de su identidad sexual. La primavera se le abrió paso y estalló la vida. Con otros cuarenta años, antes de entrar, se componía el nudo de la corbata y tragaba saliva.

Ese hombretón con cuello de toro y ojos de hurón, antes tripudo y patizambo, las contaba. Maldecía en voz alta si alguna faltaba. No quería que se pasasen la mañana vagueando en casa. Había libros de todos los autores, hasta los de corromper a la juventud.

Lleno de remordimientos les hablaba unos minutos, estando alineadas que no desabridas. Contra la melancolía, contra la obesidad y contra la soledad no tenía otro antídoto que ese trabajo suyo de cada mañana, revisándolas. Y sí, cualquier día se pisaría los cordones y se escalabraría; tenían razón ellas.

A fin de que pudiera colocarlas las administraba, añadiéndoles un juego de fotografías a cada una. Solo trabajaba con mujeres, no quería niños o chicos que acabasen siendo hombres. Y a poco que había interés les redondeaba la cara con algo más de comida y les curtía la cara con sol, asomándolas quisieran o no.

Tal y como sucedía todo parecería trágico, ahora bien, con dos años más la curva de crecimiento de todas ellas mejoraría y serían el orgullo de sus nuevos padres y de la pediatra. El precio jamás era negociable, no vendía muebles.

20
Ago

Las cortinas de un escritor

Ni a gritos se podían tapar algunos silencios. Tan pronto se sentía como un pomposo capullo, que como alguien más guapo que el pecado o sencillamente una puta mierda. Pero escribía, o lo intentaba a duras penas.

Había ido a hacer la compra por no aguantarse. En el peor día de la semana, y a la peor hora. Y lo sabía. Lo bueno, que saludó a un viejo conocido que le reconoció, de esas personas en las que confiar y poder darle las llaves de su casa. Buena gente. Compró comida y helados. Los necesitaba. No pensaba abrirlos por mucho que lo necesitase; otras tantas veces sí que lo hizo.

Tenía edad como para recordar los tiempos en los que la gente cumplía su palabra. Por eso mismo se sentía así, medio engañado, medio defraudado… medio gilipollas. Era un escritor solitario, silencioso y soñador. De niño, alguien callado, a quien le daba vergüenza hablar, sabedor que habría algo esperándole, algo más fuerte, más inteligente, más amable, más duradero. Algo más grande y mejor.

Sin embargo, la vejez le llegó con achaques de estabilidad y poco más, y eso que una mujer llegó a ir más allá de sus hábitos de escucha y las palabras escritas.

Su escopeta, a sus setenta años, seguiría tan precisa como el día en el que se fabricó. Un día especial, porque estrenó ropa ese viejo carcamal; en la noche en la que volvió a fumar.

Su diario pronto supo que eso no fue una buena señal. Todo se le antojó frío, lúgubre y cambiado sin remedio. Estaba solo, con los nervios a flor de piel, con la mirada perdida en la silla, vacía. Pasó a ser el lugar más maloliente al cabo de unos días.

Nadie acudió en años…. llegó a pasar medio siglo de vida cuando alguien abrió la puerta sin que sonase la campanilla previamente. Las cortinas le parecieron llamativas.

18
Ago

“Buenos días, tristeza”

Y eso que no había pretensiones, ni de él ni de ella. Mentira.

Los primeros días fueron deslumbrantes, para luego ir atenazándose sin ordenarse y escapárseles el tiempo y zozobrar dando pie al “Buenos días, tristeza”.

Con todo, no hubo fealdad ni gente estúpida. Sí una especie de apuro, de vacío. Y de aquella admiración apasionada siempre quedarían agradecidos sin indiferencias ni reproches, amables y distantes, con una serenidad de ánimo de las de intimidar, aunque fuera impostada.

Cada cual se seguía formulando una multitud de preguntas. Y hasta se imaginaban conversaciones, de esas que asustaban un poco, también del amor y sus complicaciones. Tales opiniones no excluían ni la ternura ni la devoción. No estaban ante un drama intrascendente. Los días de auténticas vacaciones eran demasiado largos, con silencios de ofendidos y nulas expresiones. Días de ausencia, de dolor de espalda, de más cansancio por intentar cuadrarlo todo y de los efectos del calor… sordamente, viendo pasar de largo la felicidad ajena.

A veces les era difícil saber si uno era bueno o malo.

Enlazados y distanciados esperaban la torpeza de un gesto para que algo les martillease de nuevo y estallasen venciendo al aturdimiento, los suspiros de largos minutos y hubieran de esperanzarse. Eran rostros vulnerables, relajados y sonrientes (como un mimo, si debían serlo). Una inmediatez premeditada. A los ojos del otro todo iba bien, y de las amistadas comunes: escasas, y pintorescas.

El arte de la vida consistía en pertenecer a una mismo. Y como que lo hacían, sin sonrojarse ni entreabrir los labios. Aunque volverían a las primeras noches del jengibre, no perdiendo nada y ganando mucho.

Echaban en falta subyugarse, sentirse, mirarse directamente a los ojos y marcarse las costillas, hundiéndose y cogiéndose las manos, como la mejor caricia imprevista venciendo al vacío de no tenerse en esos ratos que no se daban y lo tenían todo, porque se las prometían. En su lugar, se les hinchaban los párpados comedidamente.

Pedirse perdón estaba en el aire. Pero ¿por qué? Una por irse y el otro por dejarla ir. Quizás rodearse con los brazos y salpicarse de murmullos, inundándose de la perfecta despreocupación lo hubiera solucionado todo. Pero ese tiempo ya se les había pasado. La responsabilidad del tener que entretenerla, de ocuparle su tiempo libre, de tener que sacarla de su casa le pudo, cuando menos.

Solos ya estaban. Solos, sin ni las miradas observadoras de otras tantas gentes, y con las leves estrías de la piel y sus miradas aprobadoras bien lejos pero cerca. Pieles que se conocieron en un repente, años atrás, y que ni se despidieron. Embadurnarse con aceite y descansar gimiendo de la mano del deseo triunfante del placer, cayendo abatidos sin incomodarse, podría haber sido la otra solución. Y no, el vacío de no tener a nadie lo ocupó todo… y esa rara necesidad como si ya lo hubieran intentado todo y fueran muy, pero que muy, mayores de edad.

La mujer, galante y juiciosa, se hartó de paciencia. Quiso sin querer, con un dolor sordo. Y ello le provocó tedio. Necesitaba que él le llenase el tiempo, que le ofreciese un hogar, y le escuchase todas las entonaciones, que la desease a cada rato. Nada concreto, pero un todo amenazante.

Sencillamente, se olvidaron de fijar momentos para ellos, momentos comunes en el lugar de siempre. Por eso un buen día todo terminó. Yéndose ella, en pos de una conversación que no se produjo. Contrariamente, ese necesitó respirar. Ya lo intuía: se encontraba cansado, agotado, medicado. Por todo. Por lo mundano y por lo imposible.

La seducción de la madurez no tardó y se las ingenió para perderlos de vista. No obstante, ambos siguieron mirándose sin mirar, ojerosos y sin la menor inquietud. Eran adultos. Y estaban sin estar. Extrañamente hermosos a la luz de las farolas, y solícitos.

Mil pensamientos les atropellaban. Y aún tenían cosas compartidas. Pocas, pero algunas. Y ni eso. Objetos que no pasarían de moda, como los bastones de senderismo. Quizás, un cuadro: único. Un recuerdo de cuando todo iba a durar toda la vida, cual embarcadero, y eso que no iban a ser una familia cualquiera, sino que solo besarse cuando les apeteciese o lo necesitase el uno o el otro. Otro engaño, otro compromiso, grave e indiferente.

Ocuparse algunas tardes no fue el error. Ni la total libertad tomándose la mano por encima de la mesa. La discusión esa fue sencilla: entenderse sin ni hablar y soportarse en lo irrespirable. No esperar nada y aun así cuidarse, fuertes y reconfortantes; furtivamente y en vano, haciendo cada día algo por última vez, ni sintiéndose mantenidos o invadidos. Tal que un simple beso o una caricia, no más, como merecimiento; o en su defecto, darse los buenos días o las buenas noches, de veras, no como un patán o la que lo hacía con todos. El umbral era ese y no otro para eliminar todas las objeciones y vencer a los orgullos o las soberbias, a la soledad y al brusco cambio o los equívocos. Sin celos ni posesión, confiándose a esa debilidad tan violenta y total.

Porque andaban sin buscarse pero sabían que andaban para encontrarse.

Lentamente, como su pesar, cada cual se preguntaba si le saldrían las palabras… si vivirían sin necesitar a nadie, angustiados ambos de haber recobrado la soledad menos jubilosa y ese dolor responsable y desbordante, pasándose la mano por la cara con gesto maquinal en la inestabilidad de sus rostros inmóviles, fantasiosos, como dos seres evanescentes y su apuro.

El sentimiento de rencor que a ella se le alargaba era injustificado, le salía por dulzura, como de un ser querido con el que fue feliz con la frecuencia y la imprudencia de los comienzos del amor. Un amor superior a sus fuerzas, enamoramiento se llamaba, y eso que no se lo decían palabra por palabra por temor a lastimarse y que diera lugar a lo irreparable.

El tráfico, las ferias y sus ruidos, o las casas de las amigas y lo previsto tampoco les eran platónicos, ni los amaneceres. La memoria siempre traicionaba… y no debía serlo todo. Podían volver a su primer amor, a tenerse… y se les estaba acabando el tiempo.

Ese sentimiento, esa espera del uno al otro llamado a cumplirse, abrigando lo inenarrablemente dulce se respiraba, se intuía, y a la par se les iba disipando si esa mujer esbelta no se apresuraba. El tipo quería percibir el bienestar más intenso, sin artificios ni desdenes, que el mundo podía llegar a serle muy decepcionante sin ella, y las calles largas y feas como un mal pasillo. Creía poder pertenecerse a sí mismo y a la otra, creía poder sacar tiempo. Y ese beso de todos los días, o casi. Harto, había arrancado las flores del patio, las vivas y las de plástico como si no hubiera nada que decirse.

Habiendo limpiado todo de más, las hojas de los árboles no paraban de sonarles vivamente. Hojas agarradas a su rama, hojas que caerían en el otoño, hojas que volverían a crecer en la primavera… hojas que agostaban el verano, ese tan suyo y el de otros.

Tener cerca los bastones en los que apoyarse, el cuadro en el que embarcarse y vivir, las fundas del tenerse, y las alfombras sobre las que pisar juntos el tiempo que la vida les permitiese, acosaban. Los nuevos primeros pasos habrían de darse, unos u otros. Y merecerse el “Buenos días, tristeza”.

Tener más humos que un tren siempre fue un mal billete de ida.

11
Ago

Mirarse sin verse

Pensaban el uno en el otro, no de forma lineal. Hacían sus vidas, pero les faltaba algo. Se notaban presentes y al tiempo ausentes. La noticia era esa, que estaban sin estar y se echaban en falta. En parte se evitaban y, de otro modo, era un ejercicio de memoria por todo aquello que habían sido.

De cuando querían tocarse, mirarse, hablarse. Fuera ella o fuera él.

Esa ventana de tiempo ayudaba, no obstante. Cada cual manejaba su gran relato de existencia. Internamente, habían regresado a su infancia, a la adolescencia, y a los primeros años de adultos, hasta a los aires difíciles donde ya estaban ambos con la emoción del deseo, de la pérdida y de la esperanza. Pocos, pero muchos si se sabían contar, y recientes.

Si bien, ese ruido continuo del tener que corresponderse les había podido. La voz ya no tenía fuerza. Apenas quedaba un hilo de educación, poco más. Pero ver, se veían; mirarse, no tanto. Uno y otro mitigaban sus barreras con los días y los trabajos, pero también se incrementaba la ausencia, elevada en ciertos momentos, una ausencia adulta y contenida. Ambos sabían que, con o sin mediadores, precisaban de una cuarentena. La vida se había convertido en todo un delirio moderno y emancipador en los últimos años. Libres, soberanos e independientes. Y lo pagaban.

Para ellos, el atlas de la geografía humana podía llegar a ser un corazón helado. Ya, ni cuando estrenaran ropa les sería un día especial. Ellos mismos soportaban su ayer y se golpeaban más fuerte que la indomable vida, sin faro alguno. Eran demasiado listos como para seguir insistiendo, o viejos carcamales.

Tontos o listos, cada día hacían algo por última vez, obviando y emulando esa imperdurable unión de dos extraños que aprendieron a quererse. Es más, la noche en la que amaron no amaneció jamás. Lo único que les importaba eran las opciones que uno se daba a sí mismos, y eran tercos, capaces de evitarse todas las atenciones y aceptar esa suma mal resuelta.

Irremisiblemente había amores que duraban para siempre, aunque no se besasen, aunque no se tocasen, aunque no se viesen. Quizás era mejor no acostumbrarse a nadie, también barajaban. Ahora bien, con ello también abanderaban el disfraz del juntarse, tal que fuese hermoso verse, abrazarse y besarse en vez de revisar recurrentemente si se tenían mensajes de la otra persona (hasta de un teléfono prestado).

Jamás podrían volver a empezar por el principio; es más, nunca lo hicieron. Ni por los valores, o lo del educarse con el ejemplo. A más años querían menos preocupaciones.

De nada servirían las palabras, ¿o sí?… Entre tanto, lo más importante era mantenerse sonrientes, en un entorno que iba exacerbando todas las inseguridades y ansiedades. El amor, como amor, no prescribía, pero a la vez era un lío embarazoso. Mal asunto eso del adaptarse o refugiarse.

Cierto es, que las personas que no tenían ninguna esperanza eran más fáciles de dominar; y que el cansancio cada vez era mayor. Muy poca gente disfrutaba de verdad. La necesidad de otro verano invisible estaba ahí… o de toda una vida. Verdades ocultas del mirarse sin verse a la suerte del mundo.

Que otros también se hubieran distanciado era un mal consuelo. Todo un pésimo espejo en el que mirarse. Casi que mejor mirar al mar y a sus contraventanas, viviendo en una época en la que la actualidad casi que lo atravesaba todo y, donde apenas se retrataban los pensamientos y los destinos, sí lo extraño, la incertidumbre y el miedo… ciegos mirando sin ver, por cuando las desavenencias o el repudio y los supuestos imperaban en las perspectivas y las memorias.

Ni una triste divagación de estío se permitieron, y eso que estaban en la sociedad del cansancio y donde las oportunidades había que crearlas… y no dejarlas pasar.

“Y después de todo sólo les quedaba la lúgubre tarea de seguir siendo dignos, de seguir viviendo con la vana esperanza de que el olvido no les olvidase demasiado” (Julio Cortázar).

A quienes les daba miedo la enormidad,

los sueños y los olvidos. (PEBELTOR)

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