Facundo Benavente Smith quería ser tirador de esgrima. A sus cuarenta y nueve años estaba decidido a acudir a las siguientes Olimpiadas. Se lo contaba a todo el que podía.
Su madre, que no su novia rapera, aún le compraba calcetines largos, de esos de tacto en algo raro las primeras veces y de paz y tranquilidad tras varios usos. Su madre que no era su madre, porque lo de Smith se lo puso él mismo, y bien caro le salió.
Dos días a la semana se acercaba a un pabellón multiusos y recibía clases de florete y sable, portando la chaquetilla metálica que marcaba los tocados de la espada. La reglamentación básica se la sabía, otra cosa es que la cumpliese. Perder por la mínima a los puntos lo llevaba fatal; en cambio, lo de ganar al batirse en duelo, para sí era lo mejor del combate, junto con alguna que otra cerveza y tentempié que caía en la celebración (que tampoco desmerecían al conjunto), todavía llevando parte del traje blanco, dando rienda suelta a su masculinidad.
Era una mezcla de sentimientos, de tristeza y emoción, de sensaciones fuertes, de disfrutar y de despedirse con otra amargura. Necesitaba respirar un poco. Facundo Benavente. Quienes le conocían de toda la vida sabían de su valía. Por cuando practicaba en la playa o al aire libre se le notaba más si cabe su feminidad. Facundo Benavente hacía muy bien de mujer.
Su entrenador, otro ganador nato, ya cavilaba la disyuntiva entre registrarlo como hombre o como mujer. Cosa que al floretista no le importaba en absoluto, lo que realmente le gustaba era batirse en duelo, a ese que podía ser tristemente hermosa, calar hondo y, ayudar a comprender la grisalla del mundo que les rodeaba a los unos y a los otros, sin recomendar encarecidamente nada ni a nadie, ni exigir honestidad (por mucho que ésta pudiera doler).
La esgrima, para todo eso, siempre se antojó una actividad y deporte verosímil, dando lugar y cultura a personas ni sabias ni necias, que ni batallaban contra su ego ni el de los demás. La pena es que esa vida solo le era un ratito, y el peso de la perfección era otro. En su trabajo, tenía que ser todo un estafador del amor, y ladrón de las pequeñas cosas, trabajando para cuatro príncipes. “Yo las llevo a comer bien y las follo bien”, llegó a escuchar.
Una gélida mañana salió a dar un paseo, leyó el periódico y se fue al puente. Mientras, el perro no paraba de gemir y olisquearla, como si hubiera perdido el olfato y sintiera de nuevo las distancias. Antes, ella había vaciado el cubo de la basura.
No dejó ni la propaganda del buzón postal, en ese día amarillo pálido sin remitente tirando a grisáceo claro. Lo más parecido a un juego malabarístico. Llegó a bajar las persianas, dejando apenas una sutilísima franja de luz por cada habitación. El perro, no obstante, sentía algo más que el tedio de la vida doméstica. Un cánido acostumbrado a la belleza de ese rostro, al que le costó responder, achuchado, teniendo que ir a buscar la cintita marrón por cuando se le salió de la melena a su dueña y señora.
Un día de pieles tersas. El niño se había ido de colonias; lo había subido al autobús casi que con todo. El hecho de hacer el equipaje en plena noche, tras dejarlo cómplicemente, con velas encendidas y restos de comida por doquier, ya barruntaba mudanza. Además de lo marrón de las margaritas azules, que también acabaron en la basura ese día circular. Lo cierto es que volvía a ser ella por mucho que el perro no quisiera; sentía ese pulso casi irrefrenable. Necesitaba otra ciudad, otro mar. Otro niño… Cuatro de seis que llevaban el par de dos.
Ella sería capaz de peinar el viento, no obstante, le faltaba calma. Necesitaba, se necesitaba. “Mejor hablar con Dios que con los santos”, le expresó su madre desde bien pequeña. Y a duras penas lo intentaba, a sabiendas de que se llevaban mejor los genios que las condiciones.
Si bien, a veces el paraíso consistía en apoyar la cabeza en el hombro correcto. Cosa que sabía, por eso mismo necesitaba. No podía seguir siendo una mujer por cárcel. Pensamiento y memoria se le juntaban. Con ello su pena aumentaba, sobresaliéndole los ojos vivos y maliciosos por todos los abismos, espiando constantemente todas las superficies.
Un no parar que tenía cura, si la aceptaba. Primero ella, la que nació cuando el mar estaba muerto, reducido y bañado por el alumbramiento de la soledad. Una noche de conversaciones y entretejidos con sonidos de retazos huecos. Por eso mismo lo redujo todo a una oscura mesa en la hora del sueño, sumergiéndose en sus pensamientos, no pudiendo encontrar en los mismos un solo recuerdo por el que se hubiera sentido más alejada de todo que esa noche, arduamente necesitada, mansa y torpe.
¿Qué culpa tenía ella de que los hubiesen enterrado vivos, gritando, como si fuesen sordos?, ¿y por qué beber para coger el sueño? Así de largas le eran algunas noches, sobresaliéndosele los ojos, vivos y maliciosos.
El cielo era real. Como si hubiera dos cielos, uno encima del otro. La verdad, no obstante, seguía siendo una cuestión de consenso en tal lugar, no de hecho o de derecho, de que cuadraran los relojes y lo que no solo eran las horas.
Un sitio en donde las mujeres eran mucho más divertidas cuando estaban gordas, sostenían en cierto modo, pero ellas jugaban a aguantar la respiración.
Como un perro que miraba las estrellas se quedaban padres, hijos, el mejor amante y los mejores amigos a su paso. De ellas se vislumbraba hasta el olor de la leche materna, ese misterio del tipo vainilla, sobresaliente.
En ese pueblo el diablo siempre tenía trabajo, porque aún con esas, la que paseaba la bici, como tantas otras, no era la más hermosa. Padres, hijos, el mejor amante y los mejores amigos tenían más dueñas de su tiempo.
Y eso que lo básico para las personas, en ese pueblo y en los restantes, era comer, vestirse y tener un techo; solo que allí, cuando alguien nacía, no le podían pedir a la vida que le pasaran cosas bonitas, y ni con los ojos cerrados podían escapar de lo feo, de lo hermoso, hinchándose de vida.
Un sitio donde ninguna se sentía sola cuando su mirada retrocedía, ya fuera por los amores perros… y por esas fragancias de siempre, que, como polvo en el viento regalaban vainillas cuando las luciérnagas estaban volando, y a cualquier hora que el naciente precisase.
Mujeres que nunca ofrecían dos veces lo que se rechazaba una. Mujeres de voluntad férrea. Mujeres que, a veces, con el trabajo bien hecho no tenían resultados. Mujeres que no confundían a quien tenía una tribuna con quien tenía la oportunidad.
Los relojes del diablo les marcaba las horas: un gran anfitrión, desde hacía años, siglos. A todas, y a todo, como si hubiera dos cielos, uno encima del otro… en algún lugar, al otro lado del mundo.
Lo estaba dejando todo atrás. Incluso el dilema de irse o quedarse en casa. La casa de sus padres, la suya. El tren ya no iba a parar. Había decidido irse a estudiar fuera, trabajar lejos y no mirar atrás.
El motivo, o los motivos, según qué días y horas. Unas veces porque prefería otro clima, distinta gente, o por la propia orientación académica y su disponibilidad. Una suma de ideas que venían a serle una suerte de realidades.
Ya estaba crecida. Era una niña hecha mujer. Y sus padres no lo veían del todo mal. Además, el propio futuro biológico la situaría, sí o sí, antes o después, allá donde se enamorase, y con quien se enamorase; aunque solo fuera por unos años, o meses, si acaso.
La sorpresa fue el destino. Que ni ella lo supo hasta ultimísima hora, muy a pesar de todos esos itinerarios académicos que hubo de ir decidiendo con antelación, sin estar segura de quién era ni de lo que quería ser de mayor.
La conversación con sus padres tuvo dos soledades. Fue rápida. Cuando algo les interesaba podían ser muy generosos, pero cuando no les interesaba se plantaban. No obstante, supo evolucionar sin trabas ni menosprecios a todo ese cariño e interés de tantísimos años juntos bajo el mismo techo. La maleza y los hierbajos del asfalto pronto le serían otros.
Con el traqueteo del tren no paraba de reproducir en su cabeza esa despedida, vacía o vaciada. Y eso que siempre sería la reina eterna de aquel hogar. La que le gustaba lo exclusivo, y el último amor del hijo del vecino de arriba.
Ahora bien, dentro de toda esa modernidad y libertad, todos los padres eran más autoritarios que antes. Miraba al final del convoy porque no se fiaba. Su mismo padre podía haber salido corriendo tras el tren y perseguirla para no dejarla ir, o su madre hacer pararlo todo al maquinista. No se fiaba. Era la raya del infinito, y pueblos que malvivían por intereses espurios, en donde en algún momento tendrían que aceptar el carácter indómito de la naturaleza, abrazar el caos y sentarse a mirar cómo la vida se abría paso sin tomar decisiones por ella.
Por más que quisieran, nunca dejaban de ser adolescentes, padres o hija. Ni, aunque esa estudiante estuviese a punto de resolver uno de los mayores problemas de la fusión nuclear, que no. Irse la convertía en un personaje malo con alma buena, y ya no estaría en disposición de hablar del pelo de nadie, porque le faltaría el apoyo de su madre para seguir siendo la más guapa. Además, le podrían llamar “puta”, “drogata”, “tía buena” o “zorra” y no tendría cerca a esos padres que saltarían a la yugular de cualesquiera, los mismos que la parieron y que en su día la llevaron a tocar la orilla del mar por primera vez y a flotar sobre el azulado cielo oceánico nada más poder permitírselo en un desvelo de venganza con lo que no hicieron por ellos sus progenitores.
Solo podían darle buenas razones para ser queridos… y tener paciencia para que la vida hiciera el resto, no olvidándose de cuidarla hasta donde podían, por si un día, en vez de verla, les tocase imaginársela.
Sus padres, que algo sospecharon días antes, con todo su amor llegaron a elucubrar como que “lo más razonable sería esconderla y esperar unos años a que se enfriase”, más era difícil no caer en la tentación de sisar algunos billetes. Pero también era un peligro muy real. Si bien, esa fortuna sacaría de un apuro a cualquiera. Otra bolsa repleta de droga pagaría una buena carrera, un auto y hasta una casa. La segunda hija; quizás ahora sí que saldría bien.
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