Esa niña, tratada como mujer, no hacía verdaderos sacrificios de dietas y horas de gimnasio demenciales para mantenerse en la talla treinta y seis, estaba en el canon de belleza de por sí, impuesto por el mundo pendejo y apetitoso. Ni grandes senos ni caderas anchas. Era una joven de sumisión y obediencia con pechos altos y caderas prominentes. Destacaba el cabello oxigenado y la piel morena que dejaba poco a la imaginación. Ni Venus paleolítica ni cuerpo pequeño y delgado, sino un furor de connotación pedófila de principios del siglo XX. Una de tantas que podrían atarse un corsé, aprender a trabajar su cuerpo con movimientos naturales mediante calistenia, sin máquinas, y optimizar su pasado, ejercitando de manera eficiente las fibras musculares y articulaciones. Por eso mismo se la subió, porque estaba en la lista: el cuaderno.
Extracto de La frágil moral
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“Inagotables escenas patéticas hubo de pasar la chilena hasta que fue libre. Es más, hubo de estar casada con el hedor de un hombre sin adjetivos hasta que le permitieron divorciarse y entonces sí, vivir sin el miedo a darle miedo. Le costó lo suyo; hasta se le deformaron los labios de aquel cansancio amargo, dejando escapar el aire entrecortadamente. Por suerte, evitó la horrenda servidumbre del tener que dormir y retorcerse en la caseta de los perros, desnudas con el pelo empapado y los ojos abiertos, vagamente acariciadas en la penumbra con el relámpago de los muslos a conveniencia de esos dueños de las casas donde servir, quienes las poseían tersamente desde la garganta a los pies. Del Sena para arriba, siempre a diario, ingiriendo vinagre de madre y cebollas muy crudas como castigo si les rechazaban. Otras conseguían ahogarse a tiempo”.
Crítica social: las dos orillas del mundo; vergüenza y escarnio. No era la soledad lo que la envolvía, no era el vacío lo que escondía. Solo le pidió a la vida que le pasaran cosas bonitas… y una sonrisa coqueta de un hombre, más los peligros de fumar en la cama, la dejaron sin fortalezas a los pocos minutos. En fin, la extraña manera en que se cumplían los sueños y la magnanimidad.
Extracto del libro Gay y Discapacitado
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PEBELTOR
Había más personajes donde la torre de nácar y la injusta fortuna de algunos. Toda una maestra de títeres que sabía acariciar la luz con su llanto: Florencia Canale. Era una azafata que lo dejó todo por amor, incrustándose en ese remanso. Los chupitos de caramelo y vodka le encantaban. En el bolso llevaba una navaja con una empuñadura de terciopelo. Aparecía de forma tangencial por el Copacabana. Gestionaba el Museo de la Nada. “Siéntate y escucha” sonaba en esa aura. Llevaba abierto veinte o cuarenta años, ese mapa del mundo visto desde adentro. Un lugar que añadía cierta pátina de normalidad. La azafata enseñaba a sentirse grande. Como el bien común sabía de crónicas para reconciliarse con la naturaleza del espíritu, su decisión y su inteligencia. No tenía presunción ni ánimo alguno de aparentar. Y lo contaba todo, al igual que los asientos de un avión en su anterior propósito. Momentos significativos en la dictadura de lo visual. Desgranaba el entorno como si fuera una profesora jubilada de Artes Plásticas y Diseño, dando conocimiento y pasión artística a toda esa riqueza y belleza, por muchos, desconocida, pese a pasar diariamente frente al Museo, cual baúl ecléctico que contenía el todo y la nada. Todo un programa cultural que encantaba a los incautos visitantes, gozoso espectáculo que eclipsaba incluso a los que ya habían estado en el París más bohemio. Esa simultaneidad y proximidad no era casual. En la islita cabía la poesía pictórica más maravillosa. Las fotografías salían más compactas y transversales. Y la abstracción de los rostros era paradigmática. Las cosas adquirían otro tono en ese sencillo museo de interpretaciones de intensidad reconcentrada en la nada (y un subrayado de metáforas en los cuadros). Llegaba un momento en el que uno se hacía inmune; es como si se hiciera mayor. Las golondrinas se mojaban las alas en un oscuro estanque, creyendo estar en el otro lado del mundo. Ahí estaba la raya que separaba el este del oeste. Un edificio en precario equilibrio, reflejando lo clarividente del no ser nada y serlo todo, con algunos cuadros (pocos) descolgados y dispuestos en el suelo; destacando un lienzo que por sí solo llamaba la atención por su textura: temple sobre arpillera de yute. Todo ello emanando estremecimiento y cierta expresividad amarga, cual denuncia solapada de los estragos de los días.
-La verdad es que me gusta esperar cuando creo que lo que espero va a venir -sostuvo Azucena, en ese abyecto atentado de su soledad. Tampoco consideró mayor suerte-. Me avergüenza haber tratado de evitarlo. Me cansé de contar en tanto patriotismo migratorio, llegué a ser una espuma que lo rellenaba todo. Cuando compartimos nuestras historias con otros dejamos de ser extraños, no avatares del tiempo. Contaba asientos vacíos y asientos llenos; varias veces, en cada vuelo. Llegué a no saber si estaba de ida o de vuelta, con las medias puestas o quitadas.
Eso lo dijo en alto con la porción mayoritaria de su juventud pujando. Aunque fuera algo demasiado ruin, la azafata no la dejó sola ni un instante en su visita al museo. Investigadores, economistas, psicólogos y otros teorizaban de cuando en cuando en ese lugar. Los buenos vecinos pasaban inadvertidamente. El camino que iba al hotel unía esa playa rodeada de hallazgo y abandono. Azucena se preguntó intensamente: ¿Cómo empezar de nuevo o reinventarse? ¿Cómo evitar la fatiga del ser, la melancolía del crepúsculo, cómo superar las grandes alegrías y los grandes dolores? ¿Cuál era la fuerza que le mantenía a flote contra la amargura o el hartazgo? Todo en un instante eterno y ese grueso muro del yacer viva junto a ese golpeteo insoportable del Museo (una especie de ancla en la fachada) y su nada.
Extracto del libro Gay y Discapacitado
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Lo prolijo de su trabajo hacía el resto, junto con el alto pino que asomaba y vendía más que todas las voces gastadas, marcando el lugar con un letrero de Coca-Cola.
Un gran árbol que eligió dónde crecer y sin mayor quehacer que servir de poste, muy por encima de la grandeza de los hombres en la abrupta intemperie de un bancal que servía de bar aplacando el vértigo de la búsqueda incurable con el silencio roto por lo azul del mar, atado a su hojarasca y una entrañable caracola que alguien dispuso, más el mirlo con su pico naranja haciéndole de alféizar.
Extracto del libro Gay y Discapacitado
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