De pequeño hizo todo lo que su entrenador le ordenó; haciéndose mayor, jamás contradijo a sus padres; como adulto, no paró de mover sus pies; envejecido, domingo tras domingo ayudó a colorear y colocar los cromos, dudando incluso de que él los hubiera coleccionado.
“Una sirena, mira lo que te digo Preciosa. Una sirena, ni más ni menos Princesa” siempre le espetó a su esposa. A quien veló durante más de dos años bajo los barrotes de su cama, no consiguiendo convertirse en un campeón.
Más en su falta de agilidad siempre recordó eso (“Una sirena, mira lo que te digo Preciosa. Una sirena, ni más ni menos Princesa”), y que cambiar de año siempre fue una enfermedad respetable, como los envoltorios de papel de seda.
Tampoco se apartó ni un milímetro de su programa, pudiendo leer sus amigos, aplaudiéndole en primera fila su esquela: Crea tu propio futuro, cabrón. Precio que pagó sin rechistar ni regatear el dueño de la pensión.
El sabor a casa jamás lo olvidó. Los relojes siempre marcaban el mediodía. No había noticias. Ni policías, ni guardias. Todo era normal. Lo moderno era tradición. Los niños eran la mejor protección y escolta: se movían, reían y decoraban, hasta se lavaban las manos. Para el mañana había fuerzas, aunque se trasnochara, que se hacía. Ni la noche ni los días estaban por encima de nada, fuera verano o invierno. Cuantos mecanismos fueran precisos se ideaban, con mesas corridas, salas de juegos improvisadas, lumbres, bebidas y comidas que no tenían hora, sí un calendario.
Quienes gustaban de rodearse de los suyos y querían sentir esa mejor compañía, cabían; quienes optaban por practicar deporte, aislarse, viajar y otros hábitos sostenibles, igualmente lo podían hacer, y se desarrollaban.
Se pagaba más de la cuenta, pero se tenía asumido de antemano, con lo que el esfuerzo se hacía y se premiaba, comenzando por lo local, mejorando las distancias. Es más, los disparates, las fugaces miradas, el perfeccionamiento y los sorteos se agradecían. Tanto las mejillas como los ojos se sonrojaban y humedecían. Las culpas y los fracasos seguían, pero eran eso.
Otros tantos sumaban apodos varios. Algunos empleados hacían empresa. Se saludaba a los jardineros, a los del barrer las calles, la gente se ponía cárdigan, y pantalones de cuero, fuera el tiempo que fuera, otras, poco. Hasta algunas/os se veían en mejor sitio en tres meses, delgados, ricos, con los muslos tersos, riéndoseles en el silencio absoluto o haciéndoles trenzas a las niñas por no ser cíclicos y albergar rencores.
En videos había desmadres y exigencias. Se recordaba cuando el coche resultó ser el lugar más a mano para el sexo. Muy raramente alguien apostillaba a la abuela, que ya no eran solo cosas de barrio, contentas.
Algunos regatistas se echaban a la mar como demonios, en su consuelo y mano. A nivel periodístico todo era poco, y lo mismo. En los hoteles surgían primeras citas, y señores cuales adolescentes.
Cada cual creaba un contexto saludable a su modo. Los jefes hacían cócteles, y llegó a haber piscinas llenas de cadenas de oro. También estaban los que perdían su corbata. Más lo preferido era cuando se veía a un niño razonando con los zapatos, porque te podían dejar un caracol, un ciempiés o el juguete preferido, ya fuera de Papa Noel, Los Reyes Magos, el amigo invisible, la propia Navidad, o la avasalladora vecina de impresionante belleza en esos días que no se soportaba el resto del año. También, con vehemencia, había quienes se decepcionaban porque esperaban una moto. Los hábitos de compra daban para todo, el mundo por sí solo ya poseía propiedades antiinflamatorias y juntarse y regalarse algo ayudaba, tanto o más que el relamer de labios de los enamorados, que también se hacían más caso que otros días.
Días en los que muy pocos les pegaban fuego a los cuadros o a los contenedores, que cuando ardían era porque alguno echaba brasas de la lumbre sin percatarse en vez de dejarlas resollar en el cubo de zinc.
Hasta darse los buenos días se hacía con solemnidad, no como arresto domiciliario. Adolescentes incluidos.
Los chuchos eran perros, los gatos almohadones de buen atuendo, los serijos el mejor asiento, un plato y un tenedor o servilleta algo valioso, y la intemperie de la lluvia o el sol la fuerza del vínculo.
A nivel radiofónico se recuperaban algunas historias buenas, tanto como que se volvían a radiar libros, y no solo clásicos. Todo conjugaba con los juguetes sexuales, artesanos o no, y las soledades en el espejo.
Se podía ser humano o asesino, pero no las dos cosas.
Después de pasar por el cajero no quedaba nada si se era impetuoso en la toma de decisiones.
Lo ligeramente atractivo y misterioso aburría pasado un rato. Lo del mar iba bien con el mar.
La naturaleza, en algunos casos, recuperaba un poco su esplendor.
Algunas, en las iglesias, se sentían como una mariposa de luz, dentro de la gran oscuridad de las velas.
Sonaban las músicas que no eran de niños pero que podían ser de niños. Con coristas por doquier, en casa o en medio de la calle.
A los ciegos, que eran ciegos y no invidentes, las patatas se las ponían en el plato a las doce y cuarto. Y no había mayor preocupación.
Chocolates, helados, frutas, grasas, carbohidratos, carnes, pescados y demás se comían, que no se dejaban para hacer cosméticos. Una molienda de horas y almacenamiento, aunque algunas muchachas veían crecer la hierba con tal de no comer de más, en su país de los sueños perdidos durante las sobremesas. No obstante, resultaba difícil desaparecer en el recuerdo de otros, alguien tenía que cargar siempre con la regañina, contraponiendo la insana búsqueda de lo estéticamente perfecto.
Restaurantes y grandes superficies se volcaban en el detalle y el pequeño cliente, que no solo el devenir del llenar las bolsas y el carro. “Guapa, hermoso”, les eran la gente, decían.
La vulgaridad extranjera era tremendamente atractiva en las islas. Les dejaban iluminar sus vacaciones. Previo pago, claro.
En política, como de costumbre, se buscaba a alguien a quien odiar porque era rentable. Creyéndose diferentes al resto, como siempre, o muy parecidos.
En fin, que los corazones que reían eran los corazones que lloraban. Que el pequeño Sebastián había crecido, pero había vuelto a ser un niño. Solo, en su casa. Pero reunió a todos. Encendió la chimenea, preparó con esmero viandas y dispuso los enseres de mejor modo, decorando, que no estorbando. Recuperó lo que quedaba en su casa de aquellos juegos de playa, libros sin librerías y, a su avanzada edad, solo con el olor del pensamiento y la leña encendida recuperó todo el ayer perdido, poniéndosele cara de pan en una paz silenciosa que no precisó de televisión alguna que emitiera mensajes de siempre, o vacíos de programaciones y galas emperifolladas. Entre plato y plato, o tapas, pasó las páginas de ese álbum donde se albergaban las fotos y dedicatorias de los suyos, repletas de caras conocidas que también habían crecido, algunas, con más distancias de las deseables, allén de los mares. Y no presidieron las canas, para el pequeño Sebastián todas eran personas jóvenes, incluso las de aquellos tiempos que jamás conoció. Como postre: un deseo (el de siempre).
Le cambió el gesto cuando la policía llamó al timbre y casi que se le metió adentro de la misma casa, prefiriendo las luces a las velas y cambiándole la orientación, sacándolo de ese hacer de la lumbre. La fotocopia de la cara de uno de los suyos le llevó al presente más inmediato. Un acertado policía le solicitó que tomara asiento. Y dijo sí. Desde ese momento, para Sebastián todas las horas y días le fueron segundos, encantado de volver a encontrarse con su hermana. No terminó de querer saber qué pasó, y eso que oyó de la asistente social: rapto, pelea, habrá de cuidarla. A su edad se siguió sintiendo combativo, y capaz de priorizar entre lo urgente y lo necesario. Al bastón no le dijo que no, e hizo sitio para el andador de ella o la silla de ruedas, por lo que supo. Y a su amigo el Corbata, ese perro pelón que enterró años atrás, en absoluto lo dejó al margen: “Viejo amigo, esta te va a gustar, era toda una ardilla”. La gata habló por sí y por el can, casi que haciéndose a un lado y yendo hacia la pantorrilla de Sebas (como le llamaba ella desde siempre) sin entorpecerle. La bicicleta también intentó buscarle, medio pedaleando. El horno se abrió solo y precalentó por si acaso, rematando las bienvenidas; así como que la vajilla se impresionó de tal modo que respondió con un círculo de color en cada uso, mientras el armario recuperó el espejo de cuerpo entero que años y años escondió. El felpudo no supo dónde ponerse, nervioso de más. Los enchufes y los accionadores de las luces no la habían conocido, menos aún las luces led o la silla eléctrica que ascendía lentamente a Sebastián a la planta primera, escuchándole decir a la gata Santiaga, una y otra vez: “Canalla, déjame sitio”. Una silla que ya tenía mucho aprendido, que trabajaría de más, y que podía con todo. Trucos de perro viejo tenían él y ella.
Tisma venía a serle el complemento perfecto. Alguien que se le acercaba intentando escapar de esa guerra malintencionada, en la que no solo hubo cuatro generales, cuatro curas y otros tantos banqueros, y en la que todo se volvió fácilmente manipulable a la sazón de los discursos ideológicos y xenófobos usados de modo claramente partidista.
En diez días de lucha sin cuartel supo todo sobre el drama humano sin necesidad de verlo por la televisión o un ordenador, que los tenían, y de los mejores en sus días. De estudiante modelo pasó a ser un joven soldado en la retaguardia de sus prismáticos para defender su casa viendo partir a su madre sublevada de su padre en clara legitimidad.
La fiel infantería de su hermana durando bien poco, oyéndose unos y otros dispararse, matarse y sobrevivir en el mismo idioma y ninguno, perdiendo los jóvenes de todos los bandos, y esfumándose todo aquel ingenio, talento, desarrollo, valor y dignidad con tanto extremo e irresponsabilidad.
El bueno de Kovacevic en la cama intentaba cerrar la herida y no podía, pero lo intentaba, guerreando sin mando ni suerte. Pegarle no se le pasaba por la cabeza. Ella le atusaba el pelo, ni por Dios ni alguna que otra bandera, solo por él. Aunque veía morir a mucha gente, de muchas maneras en un rencor asustadizo, queriendo la vida, oliéndola, sintiéndola, compartiendo el miedo, su frío, y hasta esa sangre que le resbalaba de cuando los casquillos de bala vacíos asomaban de nuevo en sus oídos.
Extracto de la novela (todavía en curso) que lleva por título Gay y discapacitado,
ambientada en un lugar donde no había tren, pero sí estación de tren;
y donde caminar sobre el mar no era cosa de dioses, sí de surfistas;
donde había un Cerro Gordo y una Casa Madre; también un ciego;
y donde los buenos hombres también tenían secretos; y ellas, sí.
El mundo engullía a las personas como ellos: sin maquillaje.
“Cuando escribo soy pobre,
pero siempre tengo dinero”.
La vida sin maquillaje no era tener mucho o poco pelo, el ruinoso estado de los zapatos, cocinar un confuso arroz con azafrán o parecer excesivo con los apretones de manos. Tampoco dejar el whisky para después.
El día siempre comenzaba igual en Modern Times o en según qué familias.
Allí vivía un banquero que no gustaba de aperitivos, que estuvo cuatro años en la cárcel y cuya lengua materna no era el francés, más la consideraba propia. El fin de la esperanza llamaban a ese lugar los lugareños más envidiosos. También había otros nombres, y la historia de unos chicos muy jóvenes.
Siempre que llegaba sacaba algo nuevo de los baúles (que debía haber muchos), e iba armado, decían. En la ciudad nadie se extrañaba de que abandonara su despacho en horario de oficina. Procuraba no abusar de ese privilegio y solía atender a la gente siempre al mediodía. En Modern Times nunca, allí solo iba él, sin excepción alguna.
-Mi marido viaja mucho y trae cosas- comentaba su mujer, saliendo al paso.
El caso es que hielo era lo único que no había en ese refugio. Una vez sacó un ascensor que nadie observó llegar, de esos con los que poder pulsar el botón del segundo o séptimo piso. Él solo. Leclerc era un tipo normal pero imposible. Lo mismo cargaba un llavero de bolsillo que un coche o un sobre y, la verdad, parecía un señorito. Además, siempre avanzaba dos pasos y retrocedía uno, sin dejar nunca de retorcer su pensamiento.
-Ayúdame, papá, y no volveré a pedirte nada más, te lo prometo -era lo que sus hijos le proponían cuando les impedían ser ellos mismos.
Menos ratoncitos, todo cuanto pedían se lo sacaba del baúl y se lo llevaba. Les sabía hacer de veterinario, de cocinero, de camarero y hasta de gasolinero. Todo con tal de ensancharles el corazón. Rudolf, su primer hijo, iba para agente de seguros. Los demás, a su libre albedrío: tenían su mismo don. Hablaban todos los idiomas y, aunque no siempre lograsen despertar simpatías, tenían la capacidad de buscar algo en un cubo, un baúl o un maletero y encontrarlo, aunque nadie lo hubiera puesto allí antes. Gratitudes y fastidio, porque había que saber congeniarlo todo.
La madre, la más complicada de toda la familia, reprimía la tentación sonriendo y retrasaba las respuestas unos segundos. Clarice sabía hacer de todo. Era un escándalo y un espectáculo. Fue la única que en verdad nació en Modern Times. Una villa que jamás volvió a visitar. Su única obligación consistía en adaptarse al cambio horario y en estar de cuerpo presente. El aplomo de su voz y su dulzura contenían la mayor parte de la mercancía que sus hijos y su marido sacaban; por cierto, Clarice era una mujer que bailaba muy bien, y casi sin esfuerzo (el baile era de lo poco que le relajaba).
El pequeño, al que todavía le daba el pecho su madre, ya tenía bastante regalo con ser feliz y no enterarse de nada. Modern Times le tenía reservado el cielo, como poco. Nació como su madre, y como la mayoría: con capacidades innatas, solo que ellos las desarrollaban.
Como quien besaba la muerte durante la madrugada del otoño, era una suerte ser actriz y ser tanta gente a la vez. A menudo pensaba que la noche estaba más viva y más rica de colores que el día. Ella, la que era capaz de cantar a la primavera en las avenidas como quien daba limosna si se lo pedía su tía.
Cerraba los ojos y dejaba de ver unos ataúdes tras otros, estanterías vacías y millones de patrias en una dentro de ese colegio e instituto, hospital y morgue, casa. Tan único era el paisaje que ni se paraba a suplantar la personalidad de nadie, o la conciencia herida de una liebre o un cervatillo perdido. Solo plantas y árboles, ideó, más un cielo concertado en algún punto de su amnesia, situándolo a camino entre la parábola y la historia, porque casi que encapotado lo puso, con amarillos y anaranjados campos de la frugal otoñada.
Así nació ese entorno saludable tal noche como otras tantas, como la aurora, viéndola dormirse, ella paseando, respirando, mirando, oliendo y sentada junto a esa anciana tía. Todo cuanto les permitiera evadirse, porque afuera de ese cielo y habitación las vigilaban hasta viendo películas en plataformas digitales. Y no se exigían igualdad de género por condescendencia al ser mujeres. Ni querían saber de más para ser menos, tal que habían detenido al dueño de un criadero de perros que cortaba las cuerdas vocales a los canes, como les informó uno, nada menos que un hombre, joven.
En ese lugar idílico de su otoño una y otra podían descubrir ese pequeño músculo que había en el antebrazo que solo aparecía cuando se levantaba el dedo meñique, sin dejarse llevar por la obsesión por la belleza, cuidándose y teniéndose: tía y sobrina. Una naturaleza capaz de sobrellevar las órdenes injustas y donde los libros no se guardaban sin leer.
La primera página de ese tomo fue ese: una paciencia silenciosa que cerraba las puertas sin un mal gesto, llevándolas de la morgue al campo otoñal. Hacia la segunda encallaría el barco desde el que partieron. Por la tercera volarían. En la cuarta albergarían un romance a la vecina. En la quinta, con el frotar de manos, rezarían a favor de Dios. Ojos ámbar tendrían en la sexta. Un abogado bueno, conocerían en la séptima. Dos mil ganarían en la lotería de la octava. Hacia la novena les tocaba despertar y tomar el desayuno, tras llevarla al baño. En la décima su hermana le haría el relevo y por un momento comentarían, sabiendo de las enfermedades de los gatos y cómo iba el mundo conocido. La menor había empezado a leer y compartir el mismo por el principio, la mayor por el final. Su hermano era más de la magia de la radio, solo que a escondidas también leía y soñaba, sobre todo cuando le dejaban estar: aún era pequeño. No había cumplido los cincuenta y no sabía soñar frente a la cama y el brasero que hacía de chimenea con el crepitar de las pavesas de encina reluciendo, que ellas veían, como cuando su tía les hacía castañas asadas o palomitas de maíz saltarín. La onceava página se la había quedado alguien. Con la doce le abrían una botella de sidra y le mojaban los labios… Y tantísimas huellas.
Los días de puerta grande o enfermería eran así, nevando si tocaba, riendo si la responsabilidad abrumaba o haciéndose fuerte en el pupitre esquinado de la cama cuando tocaba ser alumna por si la tía se espabilaba y volvía a enseñar como antaño, tiza o mandil en mano. Otoños de vida por doquier.
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