Guapa, dispuesta, elegante, viva. Así era ella, mucho más que presencia. De esas personas que avivaban el color rojo haciéndolo más fuerte si cabe. La vida no se le hacía bola, la vivía.
Esa doncella hacía visible lo invisible. Estar a su lado implicaba un resurgir de planes y mapas, hasta los de papel y esas bolas tipo “mapa mundi” de antaño. “No puedes volver al pasado sólo porque te es familiar” decía, justificándose. Porque ella misma se quería y quería agradar.
“¿Cuándo fue la última vez, de verdad, que cogiste las maletas y viajaste?”, acusaba, que no solo pensaba y actuaba. Porque era así: tremenda.
Como que su lengua acunaba una culpa aterciopelada que celebraba evadiéndose. Poner su nombre en la boca significaba hacer algo de inmediato; extrayendo el jugo de cuantas magias o alcances prohibidos hubiera. Y también tenía la otra gran verdad: la pausa. Podía disfrutar de una caricia, por el simple hecho de la emoción de la gestualidad del propio roce o la intención.
De la ventana de su casa salía un delicioso aroma a bizcocho, pero no, no quería tener el destino de un gato común. Tenía ese talento que le permitía ser a la vez irrespetuosa e irreverente, poniendo a prueba a todos, no solo a sí misma. Atacar con placer a la iglesia, a la sociedad, a los políticos, era un arte. Jamás se supo de ningún otro animal como ella. Que era territorial y agresiva cuando lo consideraba; hasta tenía su placer sádico.
Pero cuando de verdad nos llevamos las manos a la cabeza fue cuando exhibió ese otro tipo de crueldad, que siempre supo camuflar o esconder. Tras el atropello todo ese poder de la ostentación y la magia de estar con ella se disipó. Al pasar a verla a la habitación del hospital, tras subirla a planta, por no saber muy bien qué hacer con ella los médicos tras ese ensañamiento, ese animal fue mucho más humano: se le salían los cables por todas partes.
Si por humanidad entendemos no ser capaces de generar un gratuito dolor, esa mujer estaba realmente rota. Ni ella misma sabía de antemano que era un jodido robot. Hasta lloraba de sí misma, sufriendo y satisfaciendo ese impulso.
Sin haber leído ni por asomo la mitad de la mitad de la mitad, un día, toda una madre me dijo que la moral es muy fuerte. Cuando intenté saber a qué se refería, nombró la palabra “sexo”. Y me costó creerlo cuando apenas había leído un cuento para niños, una novela de adolescentes, un libro biográfico y tres obras sueltas ambientas en ficciones muy diferentes pero similares al mundo en el que vivimos, pero sí: esa madre me dijo que tenía una moral fuerte en relación al sexo.
Grecas y Lunares, El día que llovió hacia arriba, La frágil moral, China y su entorno, y Mary McCarthy son títulos cuyos informes de lectura no dicen que haya mucho o poco sexo. Ni lo nombran. Existe, sí; dónde y cuándo se puede o mejor se considera (como la vida misma). Y paisajes o lugares en los que referenciar cada acción, personajes normales y variopintos, comidas, costumbres y otros tantos elementos sobre los que fundamentar una trama principal y otras tantas subtramas alrededor de la misma idea, confiriendo y soslayando vidas paralelas, que es lo que somos y seremos siempre en la ficción y en la realidad.
Le faltó decirme: “solo espero no llevarme a la tumba esta sensación de no ser suficiente”. Fue cuando entendí que la belleza y la fealdad se necesitan, tanto como una madre y un hijo., pues las tormentas solo son tormentas, que ni predicen el pronóstico del tiempo, ni una madre lee imparcial a su hijo metido a escritor.
Habrá leído sobre escenarios de violencia machista, que los dragones no comen helado, habrá resignificado símbolos, imaginado algunos columpios, chimeneas, piscinas, etc. Y su ojo crítico se le habrá embarazado del frío aliento de ser autor sin fama a la que agarrarse. Y sí, en ese tiempo he tenido miedo al miedo, porque me la esperaba así: crítica y desconfiada (como toda madre que se precie). De hecho, las palabras se las hube de sacar yo mismo, ni se atrevía, alegre y seria, popular y selecta, teniéndome presente como a todas esas lecturas “fuertes” que no le han enamorado.
Suerte que no haya muerto la palabra, pero casi. Miró y remiró el pasillo, el salón, la cocina por cuando la dejó atrás y, en aquel silencio tan absoluto, le pude oír los pensamientos… que saqué con no mucha lentitud. Ni se movió, ni parpadeó. El hombre que había frente a ella estaba muerto. Por otra parte, volví a nacer.
Y rencor ninguno, no conozco a ninguna maestra de escuela que no se equivoque. Todo lo que hay que saber para trabajar en la escritura, escribiendo, se aprende poniéndose manos a la obra e invirtiendo en uno mismo y en los demás. Sin hotel ni resort, pagándose como todo hijo de vecino los gastos, y sabiendo dónde va cada palabra, coma, o punto y seguido o final; equivocándose, y mucho, también.
La última vez que hablé con un editor (como mucho dos meses atrás) me indicó que lo que la gente pide y compra (o se vende) es casi pornografía. No me lo dijo por decir, no; quizás, alguna vez, lo mismo intente hacer algo en ese sentido. Ahora creo que no estoy sacando ese lado, aunque todos los estilos suman.
En el libro en curso –Gay y discapacitado– vengo a extractar que recordar una guerra (Yugoeslavia/Balcanes) no es malo, vivirla una y mil veces sí. Trato sobre voces de largos ecos, y de que el deseo nos incita a la posesión, no habiendo mayor tentación que lo prohibido, basándome en una adolescente, su madre, el padrastro y un hotel en donde trabajan, más una ristra de arquetipos y personajes con los que ofrecer otro tipo de libertad, demonios, emociones y vivencias luchando sin uniforme, a base de mantener la serenidad y la firmeza, buscar la concordia, admitir muchas tolerancias y, no perder el compromiso con uno mismo. Uno de los personajes sostiene: “yo no tengo amigos, tengo familia”. A ese, la erección continua por el miedo le sobreviene de la guerra y la edad que le toca vivir una y mil veces. En unos meses lo tendrán publicado, para quienes gusten y deseen atreverse a criticarme sin titubeos y con conocimiento de causa. Adelanto que lo que estoy aprendiendo de toda esa labor de documentación e introspección es que toda guerra condiciona al hombre para matar, haya o no balas, y que se puede llegar a querer tanto que la sangre de los inocentes e infieles rebose deliberadamente. Y, en lo que me queda de ese y otros libros, encajaré la “tristeza verde” en lo más profundo de cada poro y de cada hueso, como hijo/escritor.
Había algo de entrañable en el patetismo tragicómico de toda esa vulnerabilidad de las políticas y las epidemias, plasmándose el resentimiento y la miseria moral, se acostase o no uno con la misma mujer todos los días para hacerse con el monopolio de las emociones. Sí, ese brillo artificial del pasado exhibía su verdadero rostro, muy especialmente en la normalidad de Pompeya y esas tierras napolitanas. Sin dejar a un lado la archiconocida pandemia del coronavirus.
El mayor reto nunca fue humanizar a un dios, o eso del quedarse en casa cuando se tenía casa. Menos aún la breve crónica de la paulatina desaparición donde la muerte era el principio.
Pegarle fuego a las cosas siempre fue costumbre de algunos. No solo por el olor que desprende el propio fuego incendiándolo todo cuando se descontrola, que hacia Pompeya fue y seguía siendo una opción. Pero no todos los fuegos eran iguales. El Vesubio tuvo su propio hierro y suficiente material piroclástico y rocas como para hacer muros de lava de veintiséis metros y enterrarlo todo, en una flama de nubes y gases ardientes e irrespirables, a base de su furia colosal y telúrica.
Más, aparte de la lava, la desolación y la muerte, en la región napolitana de Campania habitaban gentes que sabían sobrevivir por muchas trabas administrativas que hubiera, o pandemias que se declarasen. Y no, no eran indígenas, ni personajes, solo ciudadanos del mundo. China, Rusia y otros tantos Estados no le iban a la zaga. No solo la sociedad de Roma fue esclavista. Del mundo clásico rescataron el culto al cuerpo y la necesidad del dinero y el poder, así como la dificultad de conservarlo.
Ni Fabrizio ni Nicoletta eran delincuentes, quizás, se les podría culpar de que de entre toda esa población, fueron de los que menos leyeron al Doctor Zhivago, obra de referencia en esas urbes por el trato al amor, a la historia y a la muerte, pero sobre todo ese amor que se colaba hasta los nervios. Se quisieron querer, y pudiera ser que lo hicieron, en un tiempo; más no creyeron con desmesura en sí mismos, posiblemente. Además, estaban las familias (clanes), esas que humedecían los gaznates sedientos y que custodiaban la moral, que no solo los brebajes o los intercambios comerciales (una de sus especialidades), muy especialmente el reciclaje y todas las basuras, evitándoles crispaciones y llevándose su buena comisión los políticos. La otra parte de ese mando único.
Sobre la alarma generada por el coronavirus (COVID-19), se podría sintetizar en el uso de las mascarillas por norma y la enormidad de fallecidos. Ahondar en ello implicaría entrar en la podredumbre y en el exceso de información. La novela es una obra que evoca la razón del amor: sentirse, estar. Y para tal afecto se precisa, entre otros, verse. Quizás la convivencia de Fabrizio y de Nicoletta fue de idiotas: estando de acuerdo en el desacuerdo de amarse. Y con todo y con eso no dejaron de quererse. Pues la medicina no lo abarcaba todo, aunque se fuera farmacéutica o funcionario de carrera y se viviera entre sectarismos, mentiras, los robos (incluida el arte) y la ofuscación para con el sistema, fuera el que fuera.
Como financiera, ella era buena. Y le gustaba eso del dinero del campo: las subvenciones y la gestión de los números agropecuarios, como tantos otros. Él, más humilde que no desaliñado, según el día, se echó una amiguita. Se sentía solo. Son los inconvenientes del no estar presente. También para evadirse y seguir en ese redil de las comisiones, dentro o fuera. Una puta negra, de esas del dinero en efectivo. No sustituía a su familia, pero casi. Había miles de esas.
Negocios como el reciclaje, el suministro de equipos de protección individual o cualesquiera que pudieran conllevar comisión alguna eran frecuentados por esas gentes, racionales e irracionales. Perros, en definitiva. Aunque no por ello exentos de momentos hermosamente conmovedores, o de prosas directas, sobrias y depuradas, trabajadas en la sencillez del minimalismo del existir y el clímax del presente miserable y un pasado que, aun claramente glorificado, fue mucho mejor.
De esos acentuados contrastes trata La importancia de verse. De la Pompeya actual, donde hablar de cáncer era hablar de ajustes de cuentas. Y donde el jefe no siempre tenía la razón, pero seguía siendo el jefe.
–Los tipos que te disparan a ti suelen dispararme a mí. Esa es toda la ventaja que vas a tener. Debes darte prisa -llegó a escuchar Fabrizio.
Tenían el mejor de los mundos posibles. No era casual que lo que peor les sentase fuese la autocompasión o la pérdida de las cosechas.
Nicoletta cuando se perfumaba se daba un toque transgresor, aunando rebeldía y dinamismo. Lo hacía poco. Eso de ser moderna y rebelde ponía a tono hasta al morir de los sabios en esas tierras. Llegó un punto en el que la mera proximidad con ella se traducía casi en un dolor físico. Dejar tras de sí esos toques florales orientales, fundiendo bouquets de violeta, osmanto japonés, jazmines, rosas y el ámbar y la vainilla arrebataba. Necesitaba mediar consigo misma, en una cultura poco habituada al liderazgo femenino, al menos, de cara a la opinión pública. Su hacer lo compartía con las grandes empresarias china, como Yang Huiyan, Pansy Ho y Wu Yahun. La reforma y la reapertura de toda una sociedad requerían de esa permanente contención o se quedarían circunspectos algunos en las familias. Las chinas, en su mayoría, por capitalización de sus acciones y formación, no necesitaban a priori casarse con altos funcionarios chinos, si bien, era una práctica habitual a pesar de los méritos monetarios tan dispares. Las conexiones con el crimen organizado se penaban severamente si salían a la luz pública. No había que fiarse del que se fiaba de todos.
Hacia Pompeya se presentía algo más, quizás porque junto al volcán todo era sumamente taimado y latente, cuales entrañas de una madre. En todo ese tiempo se respetaba más que en el norte u otros países lo que iba sucediendo, como si hondamente, años antes, aquellos que por alguna razón habitaban tal lugar, se hubieran hecho una idea previa de la caricatura en la que podía acabar el mundo conocido. Por seriedad, los clientes habituales de los bares que se saltaban la orden de cierre racionaban los cafés. Los gimnasios habían sido cerrados sin necesidades de ambages o asentimientos a la ley. La gente se tapaba la boca para hablar, como si fueran futbolistas o deportistas de élite siendo grabados. Y toser, ya se tosía hacia la doblez del antebrazo, por el codo. Un efecto de audacia que los más jóvenes fueron imitando en horas en las que pocos se movieron ágilmente.
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