Difícilmente se podría volver a encontrar otro lugar así, algo conjunto y algo único, hecho de pequeñas cosas. No estaba en Ámsterdam, Londres o Berlín. Estaba uniformado y al tiempo resultaba imposible de definir, salvo por esa brisa y aquel bichito al paso del mirador.
Para todo había una primera vez y, como seres humanos, nos dimos a la vida pública, la vida privada y la vida secreta, juntos. Ella lo propuso, retando hasta al idioma. Una de esas personas invisibles, a la que sin quitarle ni la ropa ni los zapatos se le adivinaba mucho más que los ojos.
El mirador fue estrés y lástima. Una ventana, dos personas, corrientes de aire y piedras quietas ayudando a sostener toda esa naturaleza, amén del silencio de esa eternidad y todas las ausencias. Alojarse en ese banquito, y su hermano, con la carretera de fondo serpenteando en el horizonte, de primeras fue un llamamiento a la responsabilidad. Algo puramente real, manejando las distancias y ese todo.
Jamás lo hubiera sentido como un lugar tan cerrado y abierto de no haberlo descubierto con ella, compartiendo algunas de las miradas que previamente nos habían unido y estar enfermos, porque así fuimos a ese mirador tan verde.
Para cuando sintió mis latidos ya habíamos vuelto a casa y estábamos en otro día, aunque aquel bichito, de aquel mirador, seguía estando. Era alargado, negro y con manchas rojas muy llamativas, de cabeza más gorda que el resto de su cuerpo. Ella no, simplemente por la forma de volver, que se me abrazó.
Me costó aceptar esa desnudez. “¿Dónde estabas hace veinte años?” le pregunté. Fue con prudencia. Y no muy acertado. Ella fue feliz, venía de eso. No obstante, supo no bajar la guardia y no mentirse ni mentirme. Ni me corrigió. Solo compartiendo el abrazo de su espalda y mis manos o viceversa, y casi que nos corrió la noche en el día como aquella primera vez.
Se parece a alguien que alguna vez creí conocer, como toda mujer que se precie. Los sueños son así, lo alteran todo y un hombre siempre es un hombre.
Quiere volver a verme. Lo dijo no como un murmullo acusador o con sonrisa cadavérica y piel acuchillada. Todavía no me ve como a un dandi sanguinario. El tiempo, esa imagen móvil de la eternidad la hace joven, alta y bella. Ni una heroína de cómic tendría mejor planta.
Si algo he aprendido con los años es que a veces las personas no necesitan que alguien les ayude, a veces solo necesitan que alguien las quiera mientras ellas se ayudan. En ese ejercicio de pérdida de memoria estoy. No sé si porque luego vendrá algún que otro cuento con mecanismo de relojería que me destroce. Pero me dejaré. También necesito la tiranía del éxito o el precio del liderazgo: a mí también me apetece, y mucho, relajarme, disfrutar y seguir creciendo sin dejar de ser yo mismo.
Ya le advertí que me quedaré dormido, que son muchos años, y que no hay gestión de la felicidad sin ese salario digno, sin conciliación y sin un reparto justo de las tareas, dejándome vencer en sus entrañas. Como perros adorables haremos de eso.
Ella dista mucho de ser un detalle, tiene sus muchas cualidades (hasta pinta), pero no recarga esa incómoda sensación de paisajes que te hablan y mudan. Por eso me gustó de más el mirador, porque cada uno fuimos lo que somos. Entregados a esa raigambre de encontrarnos y de ser lo que tenemos y donde lo tenemos. Jugando a eso del qué hacer si te tocara la lotería no salieron absurdeces algunas. Y no porque yo con ocho años ya fuese viejo.
Los días de después no sabía si preferir que me lloraran los ojos por culpa del sol o que cada dos minutos hubiera de limpiarme las gafas en caso de tenerlas. Pero sí, sigo enfadado con el mundo. Este mundo en el que no tenemos límite ni para hacer ni para dar.
Y todo con la realidad incómoda de gente que rebusca en los cubos de basura para alimentarse, con otros tantos paseando banderas y lujos, no siendo de nadie. Pero sí, las historias más vendidas son montañas rusas. Creo estar dentro de una película de sobremesa con la piel intrusa de ella en mi mente. Quizás, el mundo entero necesita reiniciarse y empezar a mirar a los barrios más cercanos y dejarse de otros tantos testimonios.
Cuesta creer cómo en tan pocas horas, sé, sin que me lo haya dicho, la comida que más le gusta, si es creyente o no, a qué vota si es que vota, si lleva o no tatuajes, qué le da miedo, si es friolera o calurosa, qué parte de su cuerpo es la que menos le gusta y en qué piensa cuando no se duerme y se aferra a intentarlo, cosa que le sucede a menudo.
La naturaleza no es exactamente cómo nos la esperamos. Más con los días de calor… Tonto de mí, algo debo haber somatizado. Hace dos días leí que los Países Bajos recomendaban a los solteros buscarse una pareja sexual en medio de la pandemia. Lo mismo estoy en eso que dicen un bloqueo “inteligente” o “selectivo” y apenas seré un amigo sexual.
Sospecho haber contraído algún tipo de virus… Hasta ahora, por lo menos no me ha pedido que la lleve de vacaciones o que le compre una casa o un coche, sencillamente nos miramos y estamos… A lo mejor cuando me duerma con ella, pasa a ser un bichito de esos negros con rayas rojas y me come enterito. ¿Quién sabe? Para los de mediana edad siempre será otoño o primavera, aunque ella es joven, como toda mujercita. Pronto, su hija la alcanzará.
Hacia la niebla de la tarde, como cada día, como cada noche, se inventaba, prometiéndose a conciencia rellenar su almohada cuando menos con su sola presencia, queriéndose en el aliento e intentando dejar de ser una adulta más, por todo lo vivido y por todo lo que le quedaba por vivir. Un vivir en dos mitades.
Hacia las cuchillas de la mañana, mezclándose con el ansia, y si por cejas tuviera pinceles, las escamas de su piel ni le eran ni pigmentos ni rumores sino espaldas y volcanes, queriéndose hasta venderse a cualquiera de lejos. Un mal maquillaje de tantos.
Entre tanto, ni los teléfonos de bolsillo, los vestidos y sus estampados o tantas mascarillas de las modernas le reportaban más verdad que darse a cazar mariposas, con el fin, también, de contribuir a su recuperación, que no todo eran esas otras economías sociales o el ponerse la peluca de cada día para seguir fingiendo que todo era maravilloso.
A eso se dio la mayoría de la gente, a esparcir las huecas ensoñaciones, saliendo a las terrazas, andando cuando nunca antes lo habían hecho o, a acudir al trabajo con ganas. Gestos, bienvenidos, pero gestos, al fin y al cabo. Toda una lección de ciencias naturales.
Detrás de la memoria, de las esquinas, de las pisadas viejas como que se necesitaba ese frenesí, instantes y efervescencias. Las agudas intuiciones psicológicas y los extraños misticismos de los confinamientos necesitaban de esa luz de cada cual. Para unos, humo espeso; para otros, diez metros de nieve a los que lanzarse y que rumoreasen todos los demás, hubiera o no copos blanquecinos o fueran todo motas de polvo y polen; para los entendidos, las mujeres se equivocaban desordenándose con esa cierta atmósfera de Venus. Otros que no veían ni la superficie pero que no podían dejar de mirar la pretenciosidad y el esplendor a medida que el vigor físico les ensanchaba. La ciencia siempre fue así, como la naturaleza: caprichosa.
El caso es que las grietas ya no podrían seguir creciendo, ni los besos de labios invisibles. Tocaba darse sí o sí, por mascarillas que hubiera, quien no se hubiera dado antes; eso, o el cazar mariposas y seguir en dos mitades.
Cuando lo veían, lo primero que pensaban y se preguntaban del mismo era ¿cómo podía caminar así un gato? Poseía una extraordinaria relación tamaño/peso corporal. Pero lo que más destacaba no era su color anaranjado, ni la pluma verde que sobresalía de su sombrero azul o los guantes a juego con el pañuelo que protegía su garganta, resaltándole más si cabe esas botas rojas. Los ojos, no por presumir, iban a juego con el fieltro del sombrerillo. Y el cinturón, también le embellecía, con la hebilla siempre bien dirigida.
Vivió en el París más marginal y underground, de lo más diverso.
Los bigotes, siempre abiertos, pero cuidados, no como esos de los gatos de edad avanzada o los que luchaban contra todo a lo tonto, golpeándose o ronroneando de más.
Armand producía un sonido característico al desplazarse. Tenía una suerte de estilos que lo hacían inimitable. Por eso mismo se marchó de la capital de la luz y corrió a abandonar la metrópolis sin arrepentimientos. Él solo varió la situación de muchos ancianos y niños en todo el país bajo la lupa del sol, que fue regresando por lo civil a su paso. Un hombre lo intentó antes y, no pudo. A pesar de los intentos, otros, ya fueran aves, reptiles, recuas de cuadrúpedos o incluso una manada de ballenas de más de quince, casi nadie pudo hacer lo que Armand. Un pariente suyo lo hizo en Italia: Bernardino. Un gato que se parecía a un oso juicioso y lustroso, pero un oso.
Fueron casualidades, ninguno decidió de antemano salir de casa y no volver. La empresa para que la trabajaban los dejó sin trabajo y ni les dieron largas como para volver pasados unos días. Las bibliotecas en las que oficiaban, como expertos en mantener a raya a los roedores, cerraron. Y, a poco que los paseos diarios (cuando se los permitieron) dejaron de llenarles, o los orgullos patrios, necesitaron huir hartos de esos despidos tan zafios y, de lo que sabían.
Y no por los viejos o débiles. Es que no les dejaron ni entrar a frenar los festejos de los malditos roedores que, con tanta cuarentena y malas decisiones de los gestores, podían azuzar libremente y sin culpa algunas de las barrigas o contornos de tantísimos libros. Libros y volúmenes que yacían despanzurrados tras haberlos metido con esmero los lectores por la plata de esas bocanas, o rendijas al efecto, para ser registrados y preparados para otros usuarios, que los esperaban, no sabiendo en absoluto de ese abanico de colores de tan mala prensa, con páginas maltrechas, peor que en una prisión con goteras. La desvencijada convivencia de tantos libros venía a ser un coso de páginas amontonadas, con lomos y tapas dobladas y arrugadas, alteradas en su mesura, destrezas y continuidad, descubriendo una vida miserable, sin alardes ni lucimientos, apiladas y rematados en el suelo por sus propios congéneres, que los unos hacían de poltrona de los otros, con tamaños y pesos diversos, algunos hasta con los cantos reforzados clavándoselos a otros. Todo, como si hubieran tomado más alcohol de la cuenta las letras y sus lectores.
“¿Qué clase de salvajada era esa?” se preguntaron Armand y Bernardino, cuando lo supieron e intentaron ayudar por todos los medios, sin ni mendigar una mísera cuña de queso.
Pero sí, las aparatosas o ruinosas panzas de tantos confinamientos aplastaron muchos libritos, por sólidos y perdurables; y sus sentimientos. Pareciera que lo hubiera ideado un gato siamés: Nathan. Uno que siempre se creyó mucho más que un mal pinche de cocina penitenciario. En términos estrictos, alguien, que, por cruzado, como todos, jamás alcanzaría el verdadero pedigrí. Uno que no sabía ni de la higiene de manos. Otro de tantos con prisas por avanzar de fase; un felpudo de patas, sin tacto, olfato ni audición, fruto de una mutación del conejo ratonero Peterbald, de coloración atípica sin más ánimo ni intenciones que gruñir, bufar y su elevado éxito reproductivo.
Lo que más destacó de Armand y, respectivamente de Bernardino, fueron aquellos dos besos que tuvieron sabor de labios, dados a través de unas rastreras ventanas de semisótano, despidiéndose de toda esa hecatombe de libros, amigos suyos (puntillosos algunos), obcecados en pervivir y vulgarizados por decisiones de quienes seguramente jamás hubieron amado a nadie.
“Si no estás dispuesto a todo, no te acerques demasiado a mí” decía siempre el payaso Bondadoso. Era un doctor que vivía bajo una identidad falsa, que no se creía las mentiras, y que tenía una misión secreta y peligrosa, a pesar de haber tenido su momento de gloria como profesional del boxeo, aunque estuvo muy feo leer telegramas destinados a los demás.
Menos la mueca de una sonrisa, prácticamente optaba ya por ignorarlo todo, dispuesto y a la par relajado en su consulta, aparentemente desmembrado y casi que reducido a poco más que un objeto fundido en indiscernibles amasijos.
-Si no estás dispuesto a todo, no te acerques demasiado a mí -recetaba a quien osase pasar a su consulta, sin moverse ni un ápice. -Ahora puedes descansar -terminaba despidiéndolos, fueran quiénes fueran. ¿Pero cuál era su secreto?, más si cabe si se le veía erguirse y caminar, doblándosele los zapatos en los peldaños de los escalones, que ya casi nunca hacía.
-Lo único que no tengo es anestesia -escuchó alguien, o dijo haberlo escuchado del mismo.
En efecto. Ese doctor trabajaba sin anestesias. Lo más que tenía era un susurro rítmico y entrecortado y su esparcimiento.
-Para ser sincera, yo hasta en la guerra estaba mejor que ahora -llegó a presentársele una clienta muy intransigente.
Pero a él no le daba la gana vivir como a un imbécil. Tenía su propia medicina, porque le dolía mucho la cabeza, ingrávido, silencioso y gentil, entre sus pupilas y el horizonte.
-No te preocupes por mí, vieja, que voy a estar muy bien -decían que le llegó a responder así a la anciana, la de la guerra. Sin ni girarse para mirarla. Y pasó de ella, tumbado a lo ancho y largo, haciendo de su vida como si nada. Al cabo de una hora, que para él fue un segundo y para la vieja más de una semana, terminó acercándosele la señora y echándose junto al monigote del médico.
-Ahora puedes descansar -le despidió entonces, acertada y enternecidamente, dejándola cariacontecida -tranquila, no hay prisa. Usted relájese señora. Es mejor que tomar decisiones desesperadas.
Donde jamás volvió el payaso Bondadoso fue a su casa, y no por la señora, prefiriendo la distancia al odio de sus dos hijos. Cada uno tenía sus guerras.
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