febrero 2020

27
Feb

La cara del revés

Le contó esa pena infinidad de veces, sobre todo cuando salían a cazar grafitis. Les ayudaba a sentirse mejor. Les hacía pensar que su hermana no había desperdiciado su vida al arrojarse, destinada a una cámara en ristre permanentemente, siendo alimentada y sondada con el menor ruido posible, salvo por ese respirador artificial y el facto del miedo.           

El general más mediático dirigía la defensa y los rescates, también la habitación de la hija del presidente. Tenían una comisaría instalada en el Centro y todo lo que comportaba. La música y ellos componían los ánimos descompuestos, amén del arte que aliviaba los trabajos y los males.

Extracto del capítulo Flores de abundancia, de la novela La frágil moral

-solo con una buena actitud no llegarás a ninguna parte-

(Disponible en Amazon: a buen juez, mejor testigo)

20
Feb

Uno deja que vuelva el tiempo que haga falta

Era de ese tipo de personas que se adelantaban a lo malo. Que sufría. Que sabía lo segundo mejor que le había sucedido en la vida. Andaba muy cerca de cumplir su sueño, y, sin embargo, saturado de trabajos varios, todo le era ese túnel. Como que enamorado, decir atontado era decir poco. Sentía el fuego, frío, de la ausencia. Una incandescencia de olvido y presencias. Un olvido que no era tal. Un dolor que sí era dolor, que lo maniataba y lo hacía pequeño y desordenada en sus ideas. Es más, no dejaba que sus sueños le persiguieran. Que sus trabajos fueran trabajos.  

No obstante, no perdía detalle. Podía llevar varias cosas al mismo tiempo, y en todas esculpía esa figura humana, y otras. Hasta oía un ruido y se asomaba. Veía una puerta que no abría y se acercaba. En un minuto le daba tiempo a observar un siglo y medio, pero siempre con gesto disimulado: creía. Y quieto, raramente quieto, como cuando uno crece y se hace mayor.

Tarde se percató que a sus mejillas le subía un rubor gustoso y dolorido, que la expresión de su rostro podía dar miedo y pena, que su cabello se aturdía, y que sus motivaciones se le escapaban. Que reír reía poco. Pero se percató. Hubo gente que hubiera roto todos los relojes con tal de detener ese estallido que sentía. Temblores y terremotos que sufría para sí. Otra cosa es que lo pudieran escuchar y tocar. Él era alguien que siempre soñó con un hogar medianamente cálido y empedrado, donde cabía una cama, la chimenea y poco más; que crecía y se hacía mayor, a quien nadie de pequeño le cogió la mano, y que no buscó más que una brecha en la rutina. Además, tenía una sordera aguda y eso que su oído era fino. Cada vez que se trataba de algo referido al amor, ya fuera de pareja o de familia (con quienes apenas trataba), los tímpanos se le achicaban y no entendía, flaqueándole todo, porque hasta perdía el equilibrio y el resto de los sentidos.

Al amparo de nuevos aires o los mismos siempre intentaba superarlo, pero nadie más que él lo sabía. Tarde, siempre tarde. Ni los médicos más jóvenes e ingenuos, con ganas de hacer méritos se atrevieron a diagnosticárselo. Por supuesto, los eruditos maestros menos aún. Lo que le recetaban eran pastillas para la alergia. Una simple locura que le restaba el brillo de la mirada, no más, y lo entorpecía. Todo, de manera igualitaria con las épocas, como si ese siglo y medio fuera o fuese una permanente primavera a la que llorar… pero esa es otra historia.

Ese hombre, aquellos tantos días de soledad, no tuvo otra ocurrencia que irse a un túnel, a la espalda de la entrada de un parque. Se le pasaban los años. Y se llevó un trozo de bambú. Cariñosamente lo empezó a regar, por aquello de la cultura ventajista del estar entretenido y hacer algo diferente, por pequeño que fuera. Tal vez fuera esa la influencia de los malos modos y la generalizada agresividad de las redes sociales o tantos fraudes, extorsiones y sospechas varias. Pero sí, regar ese trozo fue la devoción de un hombre común, por distinto. Quien tenía unos ojos tan grandes como las heridas de sus manos, que se hacía sin saber. Ojos para ver, y para rozar las caricias invisibles de las gentes. Observar, lo observaba todo, y lo traducía a su lenguaje. Al tiempo le confesó que lo único que veía eran discusiones. Pero fue al tiempo. Inmerso en su desgobierno. Y, aunque fuera en sus pesadillas, aquel bambú lo regaba, día y noche, buscando ese latido que al menos le hablara en su lenguaje. El caso es que había perdido su destreza. Ya ni las plantas le respondían. Tiempo atrás hasta las esculturas o las pinturas. Una cosa sinigual… Pero un día, en la calma de ese caótico lugar de una sola luz, dos entradas y una honda vulnerabilidad, desde luego que se le torció el gesto y entrecortó la respiración. Supo que había llegado allí donde nadie era capaz. No él, su bambú. Había trepado unos treinta metros para abrirse hueco, como que, desgañitándose hacia el apremio de todo ese hormigón, reventándolo secamente e hilándose. Había perdido lo poco que le ilusionaba: verle crecer. De tanto quererlo ni supo de su germinación y destallo, contrariamente. Mirar y mirar una y otra vez al suelo, para no caerse y llevarle agua, le impidió ver cualquier otra cosa que no fuera el pequeñito alcorque que le hizo a la planta. 

Rabioso se agarró las manos y estaban frías, el tallo endurecido de la propia planta lo repelía. Como que le gritaba. Además, toda esa soledad interrumpida reivindicó a un animal dormido. Quizás un murciélago. Y cayó sin darse cuenta, golpeándose. Parecía un boceto, como que, careciendo de vista, entornados los ojos. Una larga mesa de madera tendría más vida, acción y color. Aun con esas, el color del delirio todavía estaba latiendo. Recordó entonces un gesto recurrente. No era un mechón, quizás un beso raro en los lóbulos de las orejas. Una ausencia aplastada en sus entrañas, que le salía de dentro y de fuera. Barrido por el suelo, aún confundía el verde con el azul, o el azul con el verde. Y sintió llover. Un anhelo reconfortante y laberíntico. Suspirando levemente. Posiblemente una invención, fruto de esa autodefensa por no poder mirar a todos los rincones, nerviosamente. Y su abuela, y su madre, y otras tantas voces cruzadas más lo embobalicado que estuvo aquella vez que sintió el amor de una guapa mujer, la que no le dejaba tocar su pelo y le ponía los ojos ámbar, teniéndolo hechizado con esa solemnidad del no haber mayor causa para llorar que el no poder llorar, cuya frase una vez se tatuó al uso tras ese regalo especial, rezumando adolescencia: mejor que nada mejore.

Con cierto asombro, lejos de imaginarios, uno que pasó y se detuvo, cívicamente, lo primero que hizo fue protegerse, antes de buscar la señal de su teléfono. Aquel hombre tendido murmuraba algo, echando espuma por la boca. Lo cierto es que no se sabe cómo se entendieron y le acercó un cuaderno, para que así se pudiera calmar y marchar del todo: pues se quedó solo. Temiéndose lo peor, con la soga de la felicidad atirantándole, pues le dolía todo, especialmente el cuello y la espalda, malhumorado a veces, e inexpresivo en otras, solo con la media vista, obstinado y en algo entusiasta, pudo redactar: uno deja que vuelva el tiempo que haga falta. Abogando por tantos imposibles, y el bambú a lo suyo, grande, norteño, ni mirando al margen del cuaderno de notas con su sombra llameante de ese mal respirar. Era la danza de la realidad, cuales juicios de valor. Ni siquiera cerrando los ojos adrede, ser millonario le fue más complejo que volver a tener todo aquello que perdió, pero cómo decir lo que no se podía decir. Por suerte, los coches aún no eran autónomos y no sabían de esas fronteras del conocimiento del esquivar a un herido. “Dar gracias por lo bueno, por vivir en el primer mundo, por tener salud” compungió una conductora, concatenando más si cabe la presencia de la ambulancia que se atisbaba, fruto de aquel primer barón rampante que lo socorrió, alguien que superó haber nacido en la cuna equivocada, sabedor que todos los sueños se terminan al despertar.

Fuera del túnel: nadie era más odiado que quien decía la verdad, salvo cuando el decálogo de la lluvia ponía cada gota en su sitio. Una que lo definió una vez con una sola palabra, algo sintió, y sola se le fueron las manos al pelo, cabellos canos por rubios, y lóbulos en los que perderse las memorias, adornados de verdes y azules ennegrecidos, que ya sí, en su crepúsculo vital, se descalzaba nada más llegar a su pisito para ponerse las zapatillas, tirando de aquel guión que tanto desdeñó, y clave de triste final, como todos enamoramientos, ni borrachos perdidos. De una de esas macetas salió aquel curioso tronco. Bambú minino que se encontró en el arrabal de un contenedor de basura, dejado por la hija de aquella primera limpiadora, con quien tanto cuchicheaba la que siempre volvió locos a todos, dueña y señora. Un mal querer que le hizo sentarse en una de tantas sillas, de esas casi transparentes en mitad del vahído por tocarse el pelo, dejando de tocar el piano e intentando olerle, cosa que no hubo manera. La prestancia, el porte y la sobriedad aún la conservaba, perfecta; también con ese lado amenazante que no hija de perra, de alguien que podía hacer cualquier cosa: querer y odiar. A su edad ya no intentaba casarse con nadie, o sostener inquietas convivencias. Solo eso, tocar el piano, meditabunda. Tenía unas manos que prácticamente hablaban: fuego y palabra. Y ojos aviesos de tanto dormir sola, maquillados unos días sí y otros también, con tal de no dar explicaciones, como si todas las noches y sus días le fueran indiferentes, muy lejos de cuando el cine todavía era mudo. Mirando a sus persianas con una tristeza dignísima; de nostalgia, de esa única distracción. Otra forma de sonoridad, yemas sobre yemas, escorada. Todo un guiño haciéndose grande. “Quiere ser la más guapa vista por ti. Quiero que me mimes como a una niña pequeña”, recordó. Y el estigma del “¿Cuántas veces una mujer puede ser violada aun por aquellos que deberían defenderla?”. Igual existían los héroes. Añorar, la banda sonora ideal para la tristeza, un sonido que tocaba el alma: de dos pensamientos en uno mirándose con veneración y esa suerte de incredulidad de la sangre de las promesas. 

Más allá del mutismo imperó la envidia a falta del puro desgarro y el puro erotismo de la expresividad de las gatas negras. Hasta llovió hacia arriba. Lo que no se podía fingir era la felicidad. 

14
Feb

Cuando no se siente nada y todo es todo

Luego dicen de los trabajos, pero el día a día también somos las personas. Pero sí, en el lugar adecuado y en el momento adecuado debería encontrase uno mismo cada vez que intenta adivinar su reflejo en el espejo, cómplice pasivo. Sobre todo, en esos días donde supuestamente la obediencia y el amor se unen, como en San Valentín (condicionantes mercantiles aparte).

Uno escribe libros no para ganar dinero, se beneficia no solo de escribirlos, sino de compartirlos. Es sumergirse en la vida cotidiana, donde las esperas más o menos prolongadas hacen capítulos y dueños del fracaso, amén de los propios, también, donde la picaresca invita a las carcajadas y nacen tejedores de sueños, que no son otros más que protagonistas de uno mismo, con toda su bohemia y esperpento. En definitiva, cuentos de buenas noches para niños/as rebeldes. Otro arte de tirar “palante” y sobrevivir con dignidad, evitando el llanto y el lamento que paraliza. Horarios, donde solo es posible ingresar el esfuerzo, el respeto y los lazos de amistad, señal inequívoca de que uno no se rendirá jamás. Ahora bien, ahí no cabe el amor, o más bien no se tiene estrecha relación alguna.

Recién terminada la novela titulada Mary McCarthy, que en días autopublicaré en Amazon y subiré a pebeltor.com, todos esos vacíos se aúnan. Para cuando se la vaya a ofrecer a alguna editorial supongo que ya me habré enfrascado en otra tarea que ocupe parte de mis días y noches, pensamientos todos, dado que los trabajos son eso, por mucho que uno los quiera mejorar, y las relaciones personales (de índole amorosa) algo ininteligible cuando no se es perro ni amo.

Meses atrás escribí sobre China y su entorno, otra obra que me supuso doblegarme, y que recientemente ha rehusado publicar un gran grupo editorial. Otra que sacaré en breve por mí mismo, y que dejaré a expensas de las mareas. En aquel libro, decía tía Rose, la gran protagonista: “A persona joven no hay deuda vieja”. En el ultimísimo, Mary McCarthy, una ordenanza y mujer de excepción, comentaba: “Si quiere quedamos y nos ponemos al día. No soy una pobrecita”, sabedora, que pocas veces en la pobreza había libertad. Ambas novelas las une Cicerón, quien nos enseñó igual verdad, y sostuvo que “desesperarse por sus propios males no era prueba de amistad, sino de egoísmo”. Y eso debe ser lo que reina o no en días tan señalados como esos del amor, frugal o perenne, brillante o condenado.

A mí me pasa cuando escribo, que tan pronto mato como que adoro. Lo de cagarme en la puta madre de alguien es algo intrínseco, que sale por la propia sencillez, en un contexto donde los derrotados saben que lo son. No obstante, uno intenta superarse, no rendirse jamás, pues cada piedra, losa, arena o trozo de cielo que se pisa está la belleza de la hospitalidad, resonándonos también el eco de alguna frase o gesto simpar, pues los días son así: de ese hombre, de esa mujer, de ese amo y perro quieto; y se sufre, pero se ríe. Como prueba los percances domésticos, las políticas, y los bloqueos económicos y financieros: nada puede al amor, se tenga o no.

Cuando de verdad se ama o se quiere, todo en un sentimiento inmenso. Y ni el último minuto es clave en el juicio. Que los hay. Todo se valora, mide y estropea. Todo se pierde y gana… NO, ganar no se gana. Si el amor hubiese sido una obra creada por la inteligencia del hombre, de otro tipo de amor hablaríamos y sufriríamos. La que nos improvisa, acomoda o espera es cruel. Puede cerrar puertas. Como Mary McCarthy. Alguien dijo, en esa obra de exhortaciones:

– El que tiene vacío, verá todo vacío; el que tiene envidia, mirará por ella.

Los papiros más antiguos del Nuevo Testamento aclaraban poco sus dudas, y las mías, y eso que trabajaba en una de las mejores bibliotecas. Quizás, uno, con respecto al amor debiera pensar lo que otro personaje de esos:

– Solo son así los primeros quince años. Luego se relajan con los nuevos.

Porque ni teniéndola se deja de ser principiante, más si cabe cuando te falta, y/o añora. El caso es que la Luna tampoco quiere irse en muchas noches, por perdidos o queridos que seamos y estemos; y el sol, ese espía incansable, bien que sabe que uno tiene demasiada luna para dar luz a una mujer que solo le necesita cuando el sol ya está dormido, si es que se atreviese a irradiar. Eso es la pura contradicción del amor y del escribir: quererse y no quererse, tenerse y no tenerse. Dado que, como con los libros (buenos o malos), uno los hace y los termina dejando de ser dueño de los mismos, por más que uno los haya parido, sufrido, amado, odiado, dicho y redicho.  

En cualquier caso, cuando no se siente nada y todo es todo, por más que los hombres/mujeres y los días nos sean así, qué poco costaría darse al placer de la lectura y del amarse y amar a otros, como si fueran queridos o familiares lejanos hermanándose. Días hay para hacer cada uno sus cosas y para ponerse los pantalones bien puestos, miradas celestiales aparte.

 

13
Feb

Sin tiempo para morir

En la negociación con el fisco no hubo mucha comparsa para el tiempo. Ella sabía lo maravilloso que fue tener el amor de una madre, y no tuvo miedo. En un mundo de locos tener sentido no tenía sentido. Cedió bien lista, o se dejó engañar. La corte de asesores de su padre también se fue a paseo. La respuesta inmune no era igual para todos los tumores en la gran manzana. Así lo consideró la menor, a todo ese desliz y entramado: un cáncer al que hacer frente. Su padre solo le dio un consejo:

-Tu capacidad de éxito dependerá de cómo afrontes los problemas del día a día.

 

 

 

 

 

 

6
Feb

El lujo hecho perfume

Poder oler a su hija fue eso: lujo. Tras varios días incomunicado, y tras haberse intentado electrocutar, su hija Cynthia accedió a hablar con él.

-Todos tenemos problemas señor Lowell -comenzó ella.

Su propia hija lo trató así, como personas que se sientan en la mesa sin ni mirarse, como que en las mesas sucesivas. Nada de cariño, nada de familia.

Una casa en la ciudad de los colores le esperaba a Cynthia. Sí, sí. Nueva York. La legal y la ilegal. Y la historia de los refugiados sirios contada por sí mismos. Un libro que le había elegido la institutriz, alguien que ni siquiera tenía la capacidad de recordar sus pesadillas, quien tomó un respiro hondo y una sonrisa que engañaba. Así le pegó la primera vez.

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