diciembre 2019

26
Dic

El príncipe de los silencios

Las luces navideñas parpadeaban en los escaparates y, los aires, estereotipados, olían a nieve. Era lo primero que había que hacer: tomar conciencia. Las farolas lucían guirnaldas. Algunos las iban recorriendo y había un montón de gente haciendo cola para probar las castañas asadas. La vida era un regalo, con o sin cierta vacilación y palmeras de chocolate. A cada lado del mantel blanco, ya en casa, ella sintió de pronto una honda lástima por él. Todo muy bonito. La débil luz del salón lo sabía, por eso no quería ser el techo, con ganas de que todo se le derrumbase encima. Le habían llevado la compra. Ese negror de la pobreza lo embarró todo, y su reflejo.

No. No hubo tregua ni en Navidad ni en Fin de Año.

Las palabras y las grandes representaciones no cumplían con las sentencias supremas. Desearse lo mejor incluía a niños bebiendo de un lodazal, lejos, cerca, humillados, olvidados y sedientos; también los felices por haber salido. Como el repartidor, a quien diez días más y nadie lo echaría en falta del centro, ni la fuerte luz de la entrada al mismo, señalándolo. Saldría y no podría entrar, por decreto y por cojones: había que buscarse la vida y tener varios horizontes.

De origen desconocido, el príncipe de los escándalos, años antes hubo de sujetarse a los restos de una barcaza para que la mar no se lo llevase consigo. Apenas lo quería recordar. Entregaba la compra y daba las gracias. Justo lo contrario que cada noche al regresar al internado, donde antes de acreditarse por tres veces para asearse y tener acceso a una cena caliente debía escribir, como mejor pudiera sobre su familia. El director no quería que se olvidasen del color de los ojos de sus padres, de quién era más alto, de sus voces y el tacto. De ahí el apodo marcado en su taquilla y gorra. Príncipe de los silencios; porque renegaba, y no se lo permitían: debía recordar todo cuanto hubiera sido, saberse las direcciones de la gran ciudad, de qué pie cojeaba cada clienta del supermercado, el día que harían el pedido, la forma de pago y lo que consumían no era del todo saludable. La soledad de su propio hijo la sentía en sí mismo el director, que se sentía tiranizado por los caprichos irracionales de tanto afán en separarse en las sociedades modernas, fidelidades conyugales o malditas bendiciones aparte. Muchas veces con dolor, y una honestidad entrañable, tanto lo que entendía de los demás como lo que comprendía por sí mismo, ese exalumno llegaba casi a agitarlo abnegadamente ciego hasta que el principito volvía a ese pequeño lugar de donde salió.

22
Dic

Newsletter de Diciembre de 2019

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22
Dic

Primer y último rayo de sol

Primer y último rayo de sol

 

19
Dic

El peso de los días cortos

Los pecados de una chica casi decente eran esos, que a veces jugaba contra sí misma. Una vez se quiso sujetar los párpados con celofán. Otra, se coloreó la lengua y hubieron de atarle las manos para que no siguiera más adentro. Pero la primera vez que tan importante fue el delito como quien lo cometía, no tuvo otra ocurrencia que volver a iniciar siempre la misma conversación: desde entonces se medicaba.

Llevaba la vida en una tarjeta desde que murió su chico. La vida le estaba hecha de momentos absurdos. “Diste un paso adelante, te dije que no”. Si lee esto, y/o escucha varias veces la frase, por favor llame al Centro Remenber My, Columbia. Tf 36524 ´Soy Mary Anne2, una paciente´. Diga eso. Y déjenla aplaudir, le calma. Cúbranla y esperen que llegue la ayuda: somos rápidos.

12
Dic

Mis cambios climáticos

El inmortal, descamisado, si algo había enseñado a su gente es que había unos límites de empatía, y esa ordenanza fue nuevamente más allá de lo establecido.

-No te rindas, querido, es muy de clase media -lo saludó efusiva, moviendo sus caderas.

Como cascarrabias se lo perdonaría todo, pero Griffin estaba trabajando por su causa y prefirió no dejarla hacer.

-Soy viejo para cambiar. Haga todo lo que quiera McCarthy -la llamó por el apellido, quieto, con una mano en la cabeza y la otra sujetando el pomo de la puerta, a medio abrir para no quedarse encerrado a solas con ella, ni abierta del todo para evitar que otros pudieran ver la escena en toda su extensión. Que por mucho que pasase el tiempo no terminaba de llegar nadie, y hasta sin moverse se tropezó.

-Todas somos un poco Lady, mi señor Griffin. La adicción al chocolate no existe, ¿o sí?

Provocarlo lo puso en plan mayordomo.

-No hay nada más sencillo que evitar a las personas que no te gustan -giró la mirada.

Ella no.

-Cada mujer camina hacia el altar con la mitad de la historia escondida -se miró y cogió sus virtudes.

Principios a los que se encomendó el galés, rezando noble, y por supuesto enrarecido, que para él no había fiesta alguna.

-Una mujer de mi edad puede encarar la realidad mucho mejor que la mayoría de los hombres.

Ese hombre no quiso darse cuenta de nada.

-Soy una mujer -indicó Mary-. Puedo ser tan contraria como quiera -repitió.

Descompuesto, al fin dejó de ser el único extraño, o estaría en un continuo estado de colapso. Abrió, y hasta le llevaron un periódico.

(Extracto del libro en curso Mary McCarthy; pueden ver más obras en www.pebeltor.com

disponibles en Amazon/PEBELTOR)

5
Dic

A diez centímetros de silencio

Está linda la mar, allá, retirada.

Tú mi refugio, fundiéndote, fundiéndome,

que lo estoy dejando ya.

Lejos,

lejos de ese aire

y fraguado en la espesura,

con la vida ilesa.

Y no por ello dejo de rogar,

caminando sin pasar, preciosa, mirando.

Incluso de espaldas, que también me lo maldigo.

Por eso tu rostro, guardado;

tuyo, mío. Empujando.

Olías a ese olor, pero más,

por cuando la pena del perderlo todo.

Tú mi refugio, ciudad y solana;

tú mi ahogo y festival.

Qué linda la mar, con su eco:

ni todas las fuerzas.

Y lo no esperado.

Con viento y mala mar estaría,

pues sí, ayudando, pero no.

Y sería ya, que no ayer,

más un ramo de vivos colores.

Al viento he rogado;

yo y mi voz, y detenido el tiempo.

Por ti y tu suficiencia: mucha.

Más solo sigo recordando,

prisionero, como ausente.

Lejos, cerca,

lejos de tu aire, nosotros.

Y azotado por el frío viento,

hacia el silencio, oliéndote,

más la lluvia y tu pelo.

Emperador además de rey,

que no solo tiempos y espesura

al deseo del tenerlo todo,

resignado y ocultado.

En el fondo invasor,

a diez centímetros, más el silencio

Qué linda la mar, con su memoria;

cerrada, abierta.

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