Nada hay peor que la impaciencia, que la mirada cobarde, aunque parezca mentira y sea difícil de explicar. Lo que sorprende es que eso sea suficiente cuando somos jóvenes, extraños, o nos toman/tomamos por ello.
Sí, hubo uno, alguien, que se mató volando, por oír y no escuchar; por volar sin alas, al suelo. Se arrojó cargado de interés y convicción, con una voz nueva; todavía lo miran las farolas. En la sala de espera quedó la madre impaciente, su camino propio, la identidad compartida. Buscaba amparo, complicidad, calidad: miró abajo, sí. En los tiempos de prisa quedó su certidumbre, una tiza; su nido, lo más sagaz, ese sentimiento de final de pulso, un recuadro, su nota: luminosa y ligera, incierta, más la tiza que no recorrió su cuerpo, la que comenzó a sentir cosas extrañas; la sensación de hormigueo por hora y media, su mal carácter, un perdón de intenso dolor, viejo, independiente y soberano, marginado, pobre: cordial y rencoroso.
Al puntito de provocación, hubo una sobre respuesta, planes de futuro, el toque más irónico: la sirena. Supervivencia, quizás; prisa y orgullo, o la infancia sin infancia, lo cual demuestra que no todo lo sabemos. Perplejo, incómodo, instalado en su grácil desasosiego, el doctor de abogados no tiró de la muletilla judicial: visto para sentencia. Albergó suficiente vida palpitando, pero desde muy, muy lejos, contenido en el dato, en la edad, halagüeño… Ni la curiosidad desatada, apenas anécdota. Pero miraba y mirada. “Las niñas siempre dicen la verdad”, pensó, con el mal gusto pasándosele. Trenzó toda una serie de historias, situación en la que la mantuvieron, aparentemente deshumanizada: hasta sus sádicos talones y la ligazón. Exacerbar los recovecos oscuros de una sola tacada no fue. Las llaves continuaron encalladas en el mismo punto. El teniente coronel dijo la palabra insurrección. Pero ya éramos nosotros mismos, meros intermediarios en esas relaciones. Lo perfectamente posible. Cámaras en lugar de ojos. El jaque de rigor.
“Tiene la cara plana, de aspecto borroso, y una mirada inexpresiva” empezó a decir uno del equipo médico, haciéndose cinco preguntas muy directas, enseguida.
Esos silencios que reclaman sus espacios, o los espacios que no se llenaron, nos llevan a lo mismo: al afán compulsivo de etiquetar. Todas las palabras no pronunciadas pasaron, y las vergüenzas no arrojadas, jamás tendrán sus indescriptibles sensaciones. Ausencias, sombras… espacios desnudos y silencios de transición: estraperlos. Pacifismos mediocres. Desidias donde la estupidez insiste siempre. Idearios.
Ahora bien, la naturaleza tiene su libre albedrío con ese afán compulsivo de etiquetar, también; naturalezas que cubren las ruinas haciéndolas bellas, con nuestros tiempos, nuestros silencios y nuestros espacios. Abrazos rotos.
Con las políticas de hoy y ese absurdo no parar, si acaso, se corta, se quema y se envenena un tumor, la persona; en un tiempo, lo mismo con ponerse uno recto se tiene la inmunidad, curándonos los desórdenes y el esperpento… En fin, silencios, espacios, tiempos: afanes que todavía están muy verdes.
Cara de niño querría tener siempre, y no saber; dejando a los zorzales el alba, y los llantos para una despedida: una. ¡Menos mal que cuando un hombre muere!, y se extraña, siempre llega la lluvia, llenando las ausencias, las sombras y los espacios desnudos; silencios de transición en sí mismos. Indescriptibles sensaciones: naturalezas de la naturaleza, verdes buenos, con nuestros tiempos, nuestros silencios y nuestros espacios. Abrazos rotos.
Me da los buenos días, cuando nos cruzamos. Y yo a ella. Siempre en días de diario. Temprano. Ella ya dispuesta, yo a ello. Va con la escoba, y el carro. Brilla su uniforme, y ella. Y no, no es un maniquí apostado; además, como persona tiene sus secretos.
Sé que tiene dos hijas, fuimos a la misma universidad, ya creciditos. Compartimos apuntes, creo, la barrendera y yo, como tantos otros. Antes no sabía mirar, ya sí. Por eso sé que es ella, aunque los primeros días costaba saludarse, una de esas ingenuidades de los mayores. No sabía si la ofendería al saludarla, no quería rebajarla. Tiene tantas carreras universitarias y más títulos que yo, seguro, y aunque no lo fuera.
Pero ya no callamos, si es que lo hicimos alguna vez. De hecho, cuando no está la echo en falta. No solo porque tiene sus calles impolutas tras su paso. Tampoco callo con la otra uniformada, que también tiene una hija, y se notan sus ausencias. Con esta también medí los saludos, aquí más bien por timidez, un respeto raro de quienes tenemos prudencia en los cumplimientos; esas vergüenzas que con las generaciones se pierden. Pero me conocen, saben mi nombre, donde trabajo y por donde vivo en los unísonos; a mí, que soy de los de fijarse y observar, con tantas personas con las que me cruzo, últimamente me falta tiempo o sobran nombres cualesquiera, pero lo intento, se lo debo. Formar parte de las mismas, son parte de los trabajos y los días, también, en nada mediocres.
Y sí, son diana de mucha gente porque su trabajo conlleva exposición y cautelas varias, aunque por ingrato sea sumamente necesario. Sin ser supremacista, sino todo lo contrario, ¿qué empresa o país funcionaría sin esas personas de los servicios básicos? Y no, no son los servicios que aparecen en todos los titulares, no hablo de educación, sanidad, cultura; hablo de limpieza, por ejemplo: de viales e interiores.
¿Cómo sería un día perfecto para ellas?, ¿de cualquier persona en el mundo, a quién invitarían a cenar? Muchas de ellas sirven en ministerios, en empresas cotizadas en bolsa, en empresas de suministros (agua, electricidad). ¿Cuál es el mayor logro de sus vidas? ¿Qué es por lo que se sienten más agradecidas en sus respectivas vidas?… apelar a eso entierra las tres frases sobre nosotros que nos hacen extraños y embarazosos, cumpliendo: Buenos días; Hasta luego; Feliz Navidad.
Quizás, deberíamos tomarnos cuatro minutos; además, ven los fallos donde no los hay, y no se les deja razonar… Está claro que esas número dos pudieran protagonizar muchos libros, conocen el terreno donde pisamos, santos, señas, duelos y quebrantos… y matarían por sus hijas. De hecho, si las tuviera, sé que a ellas se las podría confiar, pero al resto… el corazón tan blanco.
Tanto ADN en los trabajos nos está haciendo el mundo esférico. Si las viéramos asomadas a una ventana nos cabrearíamos… pero, quien no sueña está condenado a ser un esclavo, dicen.
Cuando todo lo que has querido ver lo tienes delante y se te tuercen los caminos, en esa frontera donde te quieres a ratos odiando lo de aquí y lo de allá, todavía eres capaz de sostener los aspavientos y esos ciegos argumentos, ante la estimulación de la ceguera que te hiere los ojos y te saca las fiebres, para convivir en un mismo sino, más o menos azul, compartiendo aires y sol más los distintos colores que nos llegan a tiempo, humanizándonos, sí.
Los otros son arlequines de plástico, políticos y sus políticas, cicateros de bruscos cielos, graciosos, bufones, innombrables; más bien un intento, confrontación… estraperlos.
Más, donde la música no es solo una excusa, se mira un poco más lejos y se apadrina ese metro cuadrado, sosteniendo cualquier forma pero no de cualquier forma, como verdad, como educación, como cultura. Y se prefieren las mentiras, lo vintage y el lujo ese, convirtiéndolo en una experiencia aún más conmovedora. ¿Quién no se ha parado ante una pintura negra o un paisaje imposible, humanizándose?
El arte de detectar un nicho, revitalizarlo y expandirse sin moverse: eso también lo quiero, y que no haya corrupción y todas esas mierdas… La primera vez fue como si todas las luces se apagaran a mi alrededor; me preocupé, ya no, ahora me escapo, lo extraño… casi que le anuncio al cielo mi destino, de alguna manera, aúno, ejecutando esas músicas negras siendo un actor blanco en su conjunto. ¿Aires de superioridad? Unos días miro desenfocando, en otros, soy yo el último eslabón de esa cadena… con ese afán compulsivo de etiquetar: dolor de clavo, mierda de arlequín.
Corremos, ponemos puertas, creemos tenerlo todo o ser capaces de ello, olemos, miramos, nos mesamos los cabellos como si no supiéramos o más bien lo contrario, pero ya lo dijo el Principito “los hombres de tu tierra cultivan cinco mil rosas en un jardín y no encuentran lo que buscan”, o dicho de otro modo: solo en contadísimas ocasiones encontramos a alguien a quien podamos transmitir nuestro estado de ánimo con todas las inexactitudes, alguien con quien poder comunicarse sin que nos sangren los ojos, alguien, para quien nuestros silencios les sean los mayores titulares.
Y sí, cuando dos trenes circulan por la misma vía pueden llegar a chocar. Pero… son cosas de las personas. Viví mis mejores y peores años con ellos, sin tener que preguntarnos si estábamos bien, extrañándonos… como ahora, y no eran arlequines de plástico.
Al continuar con la navegación entendemos que se acepta nuestra Política de cookies. Más información
Utilizamos cookies propias y de terceros para mejorar la experiencia de navegación, y ofrecer contenidos y publicidad de interés. Al continuar con la navegación entendemos que se acepta nuestra Política de cookies.