enero 2019

31
Ene

Te cuidaré más que a mis ojos

Puso lo que fue el pijama en su sitio, y su último camisón; dejó la cama muy bien hecha, con un juego de toallas a los pies de la misma como si su casa les fuera un exquisito hotel, y salió.

Más allá del mundo conocido no había luces leds en los faros de los coches. Adoraba y odiaba la expresión de esos rostros, imprudentemente cruzándoseles en las áreas de servicio. Paró en todas. Es lo único que siguió haciendo, delicada y espinosa, contravolanteando. 

Hasta que llegó lejos, bien lejos. Harta de coche anduvo tanto que tomó la primera bicicleta que pudo, la cual apoyo en el puente, uno de tantos, fríamente templada, guiada por su sino. La música de la radio del habitáculo ya no le sonaba, nada le fue superior, salvo eso: estar junto al lugar donde por primera vez supieron reprimir sus emociones. El gorro, los guantes, y un teléfono móvil sin batería fueron su gélida máscara.

Esa eterna mujer siempre supo reconocer a los medianamente enamorados. Más el ruido de la nieve lo invisibilizó todo, o casi.

Te cuidaré más que a mis ojos”, recordó haberle oído decir a su padre, hermano y esposo, más a aquel querido que le pareció tan juicioso. Ese joven maduro que desapareció sin más. De todos se pudo despedir, menos de ese brujo al que le prometió todo el cariño que ella tuviera y supiera dar. El que la besó un día y le derritió el hielo sólido en el que se le había convertido la vida. Su cuello no estaba desvergonzado, tampoco pretencioso ni lujurioso. Venía de muchos kilómetros, millas, sola, con las manos ajadas al volante y la vista en el teléfono más que en la perpetua carretera o las estaciones esas, donde fue preguntando raída.

Cosa distinta es que volviera a sentir el poder del sol en la palma de su mano, inusitada y extrañamente. Pero sí, “te cuidaré más que a mis ojos”. 

 

 

26
Ene

Newsletter de Enero de 2019

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26
Ene

Y esa otra realidad: alguien que no quería envejecer

Han sido meses escribiendo una novela, que, finalmente, decido empezar de nuevo. Escribí gustándome el personaje, hasta me llegué a sentir de la misma forma que él, sin embargo, al terminar, ese todo me deja casi sin voz, con la moral flexible y una mezcla de biologías y sentimientos que lo sobrevuelan todo. Era una novela, no un diario o un relato cualquiera. Llegué a oler como él.

Ese personaje traspasó mis letras porque a poco lo vi en pantalla a una velocidad inusitada. Y he sufrido esa luz que arrojan todas las secuencias que perpetúan las retinas. Lo vi como película, con todos los valores. Tenía el enemigo adentro. Y no he sabido darle toda la excelencia. Por ello, he tirado mi libro, mi historia. Toda esa historia de sementales se ha quedado en nada. Cuando uno escribe las palabras también te dicen: a mí me han ganado.

Esas letras ya no tienen voz, forman parte del olvido. Trataban de la evolución humana, de alguien que no quería envejecer. De una persona que sobrellevaba el día a día robando. Su identidad tenía ambición, con él llegué a la diversión y a una villa imperfecta llamada “Olvido” donde había personas de muchas nacionalidades. Donde se nos permitía hacer lo que quisiéramos, todo bajo el mismo idioma: calcar. Había belleza, y arte, sobre todo lo último. De hecho, era un laberinto de obras robadas, algunas detrás de ventanas mal iluminadas, o a la vuelta de algún que otro cubilete, incluso separando el ancho de la calle.

Él fumaba mucho: el Chincheta. Un tal Gabriel, quien demandaba mi atención. Al darte la mano te daba un respingo. Tal vez solo una costumbre sin esperanza. Las mujeres tenían una edad relativamente joven. Todas debían renunciar a algo, como todos; ninguno llegamos a Olvido sabiendo lo que íbamos a encontrar. A cada cual le vendió un humo distinto. Juntos, nos creó la coparentalidad. Todos éramos de todos, mientras él sentía las presiones del reloj biológico.

Su hija y un nutrido grupo de doctores, encabezado por Leslie, una rara avis, normalizaban todos esos cambios y nos establecían vínculos. A mí me encajaron con las francesas. Era eso, el que las calcaba. Para mí empezó siendo difícil, luego un placer y finalmente un tormento, conflictos.  

Unos decían que ese lugar estaba en Colombia, otros en alta mar. Destruí esa noción. Llegó un momento en el que no pude más que pisotear todo ese armamento y las nociones. Entendí que no era un monumento más, y que el rencor, la venganza y la humillación llegarían tarde o temprano. No ahorré en recursos, tampoco me convenció el cierre: forzado.

Me avergüenza cómo los políticos permitieron eso. El arte es solo una manera de fracasar mejor, un hilo para entender la realidad. El Chincheta había caído en la lógica de ser tan certero y profundo que me permitió manejar los clasicismos, racismos y machismos generando marginalidades. Su duelo solo lo podía concebir en el conflicto armado al tiempo que su envejecimiento seguía de manera responsable, amorosa y descarnada.

Y entonces entendí que el arte tiene una capacidad de acción lenta, no así la vida. Quizás me obsesioné con ganar y no vi el sentido de esas imágenes (de noche y de día), hasta lo consideré un caballero, al sinvergüenza. Tuve ese problema, escribí con mucha fuerza y probablemente he malgastado esos meses porque no hemos parado de crecer, por más titulares que le daba, discursando. Hablamos mucho él y yo, en la libertad de su villa, una de tantas.  

La frágil moral también será recordada por eso. Nada es comparable. Dos inviernos u otoños tendrá, lo mismo hasta primaveras, no sé. La verdad es que me paralizó, imbuido… para nada. Ni me di cuenta que estaba sangrando por todas mis presiones o neutralidades. ¿Faltó cariño?, ¿traté de protegerme del futuro?, ¿no he sabido respetar mi opinión?, ¿es autocensura?… ufff. Igual es verdad: en las casas que hay perro huele a perro.

24
Ene

Etiopía tiene línea aérea

Etiopía tiene línea aérea, ese país debilitado -uno de tantos- por antonomasia, cuna en los telediarios de tantos cuerpos escuálidos, deformados y desmembrados, ocupados por las abatidas miradas de tan prominentes muertes.

Miro el mapamundi y lo ubico entre otros muchos territorios dañados por las inestabilidades, tal que Eritrea, Sudán, Uganda, Kenia, Somalia, Yemen, etc. Y, me sigue pareciendo raro que tenga línea aérea propia ese país, calificado como tercermundista, en un área degradada.

Son cosas propias y cosas apropiadas. Uno ha crecido con esos países en la retina, precisamente por hambrunas, que no deja de ser que la población se muera de inanición, o sea, “no comer”. Y asocio todo lo que tiene que ver con el transporte aéreo a gasto por no decir derroche, como combustible para los aviones, mecánicos especializados, centros aeroportuarios mejores o peores, pero instalaciones costosamente específicas, al fin y al cabo.

Pero sí, Etiopía tiene su línea aérea. No sé si con rigor, primor o inteligencias. Lo mismo es para sacar lo que no se va llevando el tiempo de ese refugio de placeres sencillos, pues al borde de esos caminos marginados seguro que hay mucho más que reflejos de sol en las desnudas e improductivas víctimas que nos han ido vendiendo los muchos reportajes. No se recuerdan los días, no se recuerdan los instantes, se recuerdan las miradas ajadas. De hecho, no sé si existe el invierno en esos lares, o si los aviones son de panfleto y no vuelan, virtud del azar y del destino de esos pies de tierras blancas.

Envidio, sí. Hasta de esos. Pareciera que es lo único que nos hace sentir vivos: la muerte de otros, el mal de otros, lo que nos hacen ver.   

Pero quizás no le hemos robado todo, lo mismo tienen ambición, como todos, extrañamente.

17
Ene

A las cosas

Las acciones de los hombres son las mejores intérpretes de sus pensamientos, lo acuñó James Joyce, supongo que, justificando la ordinariez y el egoísmo, por cuando alcanzan la verdadera grandeza. Con ellas no lo hablo, callo, miro.

“Es el precio a pagar por colocarse de frente ante las puertas de las historias”, me dijo sobria, de novios. Desde entonces siempre he sabido estar callado. Y las niñas, que no extrañan; quiero retratarlas antes de que sean adolescentes. “Cuando dictó la sentencia le perjuró que la mataría”, me lo dijo su pasante, otra indiscutible Ulises.

Tiene mérito amenazar estando muerto, no aprenden.

10
Ene

Medio rural degradado -la soledad de las ciudades-

La soledad de las ciudades tiene su aquel. Ese sonido de los coches fugazmente, de las motocicletas. Ruidos de electricidad también. Cánceres. 

Pertenecer a esa transparencia del tiempo gusta a muchos. Habitantes, un aeropuerto internacional, universidad. Dar grandes rodeos, migrantes. Poder subirse a una moto de agua sin mar ni pantanos o lagos e incluso tocar un piano con solo meterte en un escaparate del centro comercial. Mucha gente. Plásticos. Cartones. Teléfonos. En compañía de animales o maridos, mujeres, que admiran todo lo bonito, sea o no. Y ese extraño gen que todo lo puede, sí, que no es ni una enfermedad rara, por todos lados.  

Pero un día caminé seiscientos treinta kilómetros por un desierto. Tenía dinero ahorrado. Retroalimenté eso. El dinero me lo escondí en el calzoncillo. Un dos de octubre. La policía siempre me detenía. Acabé sin el coche, que no era mío. Y como que me quedé allí medio año.

Tres años después he vuelto a salvar mi vida. Con esos besos que di, de otro creer. “Si no me quieren que se mueran, cada uno tiene lo que busca”, recuerdo que me traje además del mucho calor de esa frontera. Había buenos médicos, y cariño. Por la noche dormí en una obra, por decirlo de algún modo. Había gente necesitaba, sentí vergüenza de que priorizaran el color de mi piel, o el pasaporte europeo. Sigo soñando sus formas, los había que llevaban siete meses pidiendo en la calle, tras años demostrando que podían llegar. Tuve hasta suerte, conocí uno de esos bosques. Un hermano mayor, de esos icónicos, me recibió. Era como una estrella internacional, uno de los que manejaban el cotarro. Sonreía y comía sardinas de lata a la par; llevaba el cabello como los espaguetis y una bala colgada en el pecho, adornándolo. Era él quien decía el que subía o no a la barca, la lancha o al improvisado bote, una especie de luz que protegía y reclutaba alegre y pavorosamente.

-Quiero ir a Francia, a trabajar como monitor- escuché a uno con mi inglés de aula. No sabía qué era Europa, pero quería llegar, quería, según sus ojos.

Otro le lanzó una piedra. No era del todo bienvenido.

Sentí y siento la pulsión de esos días que compartimos, cual silencio en la nieve que abruma; podía traducir su respiración a decenas de idiomas, y a esa mirada. Nos gustaba ese mismo caramelo. Es lo que observé que buscaban esos ciudadanos del mundo huyendo de los espectros políticos y de personas retrógradas por donde los barcos y los submarinos transitan toda vez que llegan a pie, en coche o líneas de autobuses. No fue la inspiración africana, ni los cambios culturales lo que me llevó allí: fue el dinero, quise saber qué pago.

Desventajas presentes, éxitos futuros. Todos ellos pensaban ser clase media, no carceleros. Lo llevaban tatuado en la piel. Todos con la misma radiografía.

-Aquí la gente que viene la atracamos normalmente, has pagado y te protejo- me insinuó un experimentado en aquel bosque donde por no haber no había ni ratas, de hambre y miseria plena repletas de ilusión y vida.

-Todo el mundo sabe que existo, cuidado- quise poner las cosas en su sitio, dentro de la suerte.

Y por ello no hubo más conflictividades con ellos, sí conmigo, miedo entonces y confusiones ahora. Realmente solo sé mi nombre y aquellos recuerdos de niño, todo lo demás son facturas y el ir de los treinta y uno de diciembre a los eneros. “Pobres no, consumidores sí” es lo que son esos miles de cerebros y un único corazón. Salieron de sus pueblos, y no se han dado cuenta del poder que tienen, ni ellos ni los que les empujan a salir, aquí y allá en los caminos de ida y vuelta… algún dejarán de comprar nuestras deudas y de mantener los tipos artificialmente bajo lo que se dispararán los costes en el otro lado del mundo, su mundo; nuestro mundo.

Si algo une los continentes es esa percepción de la delirante soledad de las ciudades. A todos nos parecían abominables, y todos las necesitábamos. Los de África, los de Oriente Medio y hasta los Europeos y Americanos que pagamos por curiosear. Lejos del combate acuático, los funcionarios a sueldo debían montar un disturbio a la semana, había que recoger fondos:

-Si no hay ruido no hay fondos- decían -se necesita que el entorno influya, ¿quién paga la gasolina?, ¿la comida?, ¿la luz y el agua? ¿la cárcel?, ¿la penicilina y todo esto?

Esa justificación fue mi tránsito de la infancia a la vida adulta, ya pasados los cuarenta.

-Descansa, pásalo bien. Disfruta, cuídate. Esto es así. Todos estamos en esto– me advirtió el pronunciado negro. –Pagar para sentirte bien, y sentirte peor.

Rememorar todo eso hace que me duela el cuerpo al despertarme.

Pude preguntar a cuatrocientas personas, no menos, y todas decían lo mismo: -Europa-, eso fue lo que descubrí, y el síndrome del impostor las veces que pude saltarme esa sentencia y ahondar en sus soledades, pagando siempre. 

-Para nosotros solo existe el intento- me asaltó un cuarteto de hombres, hueco, con ruido y confusión.

No pude soportar tanta realidad, y sí, solo en el tiempo se conquista el tiempo. La soledad de las ciudades tiene su aquel. Mucha gente. Estéticas de nadie. Una tierra extraña que habitar, que también se paga. Más sigue sorprendiendo, la capacidad de creer de las personas, su capacidad de crecer, de aprender, y trabajar para superar las adversidades; ni la educación, ni la cultura, ni la investigación son los motores sociales por miles de proyectos y voluntariados que haya. Uno de los que trapicheaban, con orgullo, me dijo:

-Ayer, hoy, mañana y siempre seguiré con esto; es mi trabajo jefe.

No pude responderle a ese contrabandista de personas e ilusiones en su dicha. Y no voy a negar que envejecí con todo ese diccionario de voces de uso actual, todos soñando, aunque algunos engañaban mientras otros eran engañados. Pero sí, sí aprendí algo: yo me puedo quejar porque a pocos kilómetros de mi ciudad una aldea se vaya despoblando, y en otra comarca será otra, para unos la despoblación empezará por unos cientos y para otros por miles o millones, como a esos continentes, no obstante, es lo mismo, aquí y allá, hoy y mañana, la base es la misma, siempre parece ser la misma historia.

No obstante, hay más. Hoy, en la sala de espera del médico de familia he sentido una soledad y tormento aún mayor. En plena ciudad. La gente opina, teme por su pensión, por el empleo de sus hijos y porque el médico les atienda puntual y nadie se les cuele. Y ahora entiendo las balas perdidas. Pobres no, consumidores sí; eso es lo que somos. Mucha gente, porque todo debiera parecerme mentira, y no. La realidad supera a la ficción con creces. He visto más racismo que nunca. Incultura. Y miedo a raudales. Eso no es por culpa del dinero. No siempre es la misma historia. Esos que decían haber estado en Holanda y en Alemania, uno de ellos durmiendo en la calle las primeras dos semanas antes de entrar al campamento, no miran el mismo mundo que yo. Según ellos todo depende del lugar donde se nace, y el que llega se pone a la cola sin dar explicaciones; consecuentemente sobra gente para que ellos puedan tener sus consultas ilimitadas. Cuesta creer que ya no tengan el hábito de ser migrantes, sino sonidos, ruidos, con la memoria deshecha. Yo creía, que en la vida cada idea se sirve de la anterior, y que vamos aprendiendo, evolucionando. No sé qué merecerles. Pusieron a caldo a una ciudadana, de su país, por llevar tatuajes y el pelo tintado de un color llamativo, eso sí, cuando ya había entrado a consulta, no teniéndola delante; delante charlaron distendidos con su padre, que la acompañaba, un carpintero jubilado, bastante dicharachero, que no ofensivo, recién operado de una hernia, muy agradecido por las atenciones médicas de la sanidad pública.  

Dan ganas de volver a caminar e irse a ese medio rural degradado dejando la soledad de las ciudades y olvidarse de todo; de mí, del tiempo y de los reinos y los mil motivos.

Y en esta realidad que lo supera todo, ¿de veras que existe ya la cura contra el cáncer tal y como afirmaban esos dos abuelillos en la sala de espera del consultorio y no nos la proporcionan porque no interesa a las farmacéuticas ni a las empresas que se dedican a vivir de las ayudas de acción social y a los mismísimos gobiernos?, ¿tan poco sé de la vida que me toca vivir? 

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