Mi memoria últimamente se adapta a todo. Hay espacios acogedores y sublimes, fortalezas encubiertas, reservas de curiosidad, excitaciones compartidas y simultaneidades. En justicia algo cegador, cual mujer u hombre encerrado años y años en la caja de un ascensor intentando salir a la superficie.
Por esa necesidad, con el peso del pasado familiar, los impactos de los paisajes y el tener que crecer cada día, aunque sea para ir en contra de uno mismo, para el año que viene pediré frío a la mínima oportunidad que pueda.
El silencio es un lujo que no podemos permitirnos, escribir te aporta mucho más que letras, fechas y sus trilogías. Los contextos no siempre valen, por rápidos que cambien, todos. Y no soy de los de dar las gracias por lo que tenemos ahora como si nada, como si nadie, como si nunca, harto de partidas de ajedrez sin reyes a los que destronar; soy más de boxear por la creciente implicación que todo ser lleva bien adentro, con avalanchas, golpes bajos y los rumores malsonantes por las decisiones erróneamente tomadas en el transcurso de los rounds.
Soy un adolescente bien grande, sí, o un desertor venido a menos. Lo de ser un niño en varias dimensiones me salió con El día que llovió hacia arriba. Una obra donde se muestra que los robots son torpes a la hora de manipular las emociones. Porque ya no sé diversificar más el ocio de la nada; sé lo que quiero. Y sé lo que me cuesta poner la lavadora en casa o en la lavandería si fuera el caso, la barra de pan u otras comodidades o sonrisas de mostrador. Y sí, estoy en la última oportunidad para repostar y pasar página. Algunas que llevan colgadas décadas. Además, como toda la gente, tengo excusas suficientes para todo. Y deseos más que mundanos, prejuicios en cada caso. Hasta sé de ese mundo que no podré leer nunca… ni queriendo. Pero intento novelar, eso lo hacen las personas, sobre todo cuando se pierde la paz para siempre, respondiendo a esa sensación de libertad reverberada con más libertad.
Lo de después, ese suma y sigue, puede que vaya todo en un paquete, el de la vida que te va enseñando. Que a veces es tan multitudinaria como los escenarios de las novelas y los cuentos que practico. Campos donde huelo hasta cómo se recorta la hierba y corren las aguas en sus acequias de antaño y eso que no tengo tal sentido; incluso llamo a los timbres de las puertas chantajeando las escenas cual dócil víctima mientras otros esperan que salga el sol, metiéndome en esas tramas atemperando o acrecentando las reacciones. Brillos que invaden mi cabeza, destellos, y brillos que ni durmiendo encogido se van: es como si me presentase una y otra vez en un funeral vestido de mujer, muy de rosa, con taconazos y medias de rejilla de las más finas pero bien bordadas, para robarle todo el protagonismo al difunto. Por eso quiero frío, porque el desdén se combate con desdén, o simplemente no reconociéndolo… El paseo hacia el faro también es un ritual, ahí voy más vestidito, quizás pintoresco. Son hábitos, escenarios que gritan que los narre, de los que dan brumas de calor, aquelarres varios.
La frágil moral es una de esas transiciones que uno atraviesa: sueños de libertad y paz, cruces de caminos estruendosos; en ello estoy, quedan unos meses. Va de esos lugares en los que muchos padres no se atreverían a poner nombre a sus hijos por temor a que sobrevivan. Sensaciones contradictorias que empiezan a acumularse y uno las tiene que sacar, tras pisar los suelos alfombrados de las Grecas y Lunares, fuegos infantiles y otros modos de mirar. Abandonos, rumores y patrocinios. Como una vida al otro lado de un cuadro, no del que lo pinta, sino del que lo comercia sin que ni sea suyo o tenga derecho a ello.
Sí, vuelvo a ser un depredador cuando me toca morir y reír endiabladamente mezclándolo todo bajo un disparo, gotas de lluvia o la calma contenida que precede al alba, pero sigamos paseando por las discrepancias de uno mismo, las añadiduras y los cambios a través del tiempo… frío, por la vida.
Para una vez que salían juntos no tenía prisa por llegar a casa, o las suyas.
Alguien se los dejó olvidados, o lo mismo estaba en la cuneta con los ojos llenos de lágrimas sin poder tenerlo todo, no obstante, lejos de servirse un trago, visitar más hospitales, escuchar canciones lejanas o de consultar más condiciones por la ventana, tras las pertinentes observaciones de los responsables de seguridad, no se quejó de aburrimiento el jefecito. Bajó. Allá que fue, a por ellos: los patines.
Es más, causó obligada desbandada a sus escoltas entre miradas destelladas, para quedarse con lo justo procurando alejarse y decirles. -Tranquilos, no son la moto.
La princesita, que andaba a lo suyo, pensó que el pánico se debía a que habían descubierto otras de sus operaciones estéticas, champuses y demás cataduras morales que no gustaban. Porque todo le era pavor desde que ascendió al reino. Y se quedó achantada, o al menos lo intentó, cual número primo murmurando el azar de su vida, enervada.
Vendedores, compradores, curiosos y seguridad le hicieron un pasillo al jefecito, que se empeñó en patinar cual chiquito ya grande barbudo entrecano. Hasta la estupefacción se le pintó en la cara al dueño de un café cercano que se persignó, en nada impávido ante los malos disimulos de los trajeados.
Pero ni con esas su dama dejó el cargo, ella se le anticipó descalzándolo si acaso al monárquico regio. -Voy a tener que enseñároslo todo- barruntó malhumorada. –No es lo mismo llamar que ir a abrir la puerta– quiso demostrar, y se lanzó a la calle.
Él no tiró de ferocidad, sino de incredulidad: -¿De veras?, ¿hablas en serio?, ¿crees que son de tu talla los patines Cenicienta?
¿Y de qué iba a servirle?, se preguntó esa niñera, reconociéndolos. En fin, suspiró ese mismo segurata, deseoso de cambiar de guardia.
-¿Quieres decirme cuál es tu último deseo princesita, para que podamos largarnos de aquí antes de que nos echen a todos?, tenemos hijas, no una, dos- la asistió el jefecito, no extraño, pero sí intermitente.
-No es lo mismo ver que mirar, aparta cariño, soy buena- se echó adelante ella, viniéndose arriba, grande por sí misma.
Y ya se sabe… naturalezas varias y la fuerza del destino.
Fue entonces cuando el abrigo de las palabras abogó con todo. -¿Estás bien?- dijo muy a su pesar. -¿Estás bien princesa?- insistió contrapuesto.
-Sé considerado- le recriminó ella. -¡Levántame!- ordenó, aún tropezada por la odisea.
Todo el planeta les sobró a los cónyuges, quietos, ni el trabajo les fue su premio, como si la vida les fuera el patio de su cárcel.
Un crío, en nada militar, como que, de fin de semana, no esperó mucho a lo suyo: -¡Vaya manera de dejarse caer!- adujo graciosete sin pelos en la lengua.
A lo que el viejo que lo cuidaba, comentó de inmediato tirando del niño, educado para restarle suertes al crío -Todos tuvimos nuestra ración, todos.
Los de las sonrisas fingidas ni se animaron ni se descompusieron, vacilantes, sí. Sí. Ni movieron ni los labios, gigantes entroncados, haciéndose a todo.
–No pasa nada, agua. Agua– sí que dijo el tipo de seguridad más cercano, asegurando la presencia, hiperconectado a la soledad.
-Juegos y juguetes en familia- expresó ella con la sombra postrera del guión, volviendo en sí, áspera y desasosegante, pero saliendo o pretendiéndolo de las vidas cruzadas, con ese raro desorden del mal recuerdo y todo: risas, amor, paz y la lucha de gigantes prometiendo rota -bien, estoy bien, bien- murmullando su -¿es posible un futuro mejor?- tirando a despreciable.
Saludos nada cordiales temió entonces su marido y el agente de seguridad. Casi obligados a retirarle un poco la mirada.
Un perro en circunstancias complicadas se puso a correr, desenganchado.
La población de la isla, gente aterrada, que contenía todos los trucos y tratos, ni se atrevió a preguntar o difundir la treta, acechando carentes de liderazgo, al tiempo que los otros presentes sucumbieron a un tenebroso deseo, escuchando por sus pinganillos gritos a diestro y siniestro de la emisora.
Con la patilla ligeramente torcida, se atrasó un poco ella; fue su único recelo.
Con aire aliviado, su esposo saludó conteniendo los ´madres mías´, terrible, engrandecido, y ocultando la historia de un triple enfado en muy alta estima.
-¿De verdad no nota el dolor?- tomó protagonismo uno de su séquito, inquieto por el contratiempo.
-Imposible, ella es muy lista- respondió el marido, que no ella, a la primera. Refinado.
Ya sí, ella se dejó de minucias, cruces inevitables y de exculparse a sí misma, tras varias onomatopeyas: -EEEEE Era inevitable…no sé ni qué hueso me duele más. Lo siento mi amor. EEEE.
Los hijos pueden heredar el sufrimiento de los padres, aplicó alguien en notas. ¡Maldita sea!, esperaban oír otros muchos. No obstante, vivieron de las migajas, perros hambrientos peleándose por los huesos, la mierda y la sangre.
El raro ya fue él, que no supo cómo guardar un secreto así, real. Otros se los imaginaron detrás del flequillo y con ideas retorcidas. Más fue por poco, ella, vivaz, como si su aventura nunca hubiera ocurrido, pidió con una miradita de reojo, ni mucho menos tirando cohetes: -Yo debí casarme con tu madre. ¿No?
´Qué cartero repartirá jamás las cartas no escritas´, pensó él sin empezar nada, en la isla del silencio, donde había resucitado el viento que azotaba todos los rostros.
La sola idea de la puntualidad hizo el resto, meditabunda y perpleja, saltona.
“Que los niños sean niños” escribió alguien mayor por dentro de una ventana, bastante orgulloso, aconteciendo, que no era poco.
Y ya se sabe… cincuenta variedades de veneno, los que hacían lo que hacían, las buscadoras de setas, etc. Sentidos en posición firme; besos celestiales; innombrables.
“Es todo lo que somos, y es todo lo que serás” empezó a correr por las redes sobre toda esa genealogía, más allá de todo. Y fotos a toda prisa que decían lo suyo, con y sin dolor y cariño, tiaras regias e imperios playeros: el verdadero sentido de la existencia.
La gente perversa solo tiene cómplices, sí. El miedo, a veces, hace que nos perdamos cosas maravillosas, como esos diez centímetros de silencio que decía Benedetti, entre manos y más manos, tesoros escondidos, sin duda. Pero, en el espacio vacío no hay sonido, sí luz y vibración con la que preguntarse ¿qué habrá sido de esos personajes luminosos o de tensión propia?, todos, palabras y sangre, enigmas hasta para sus propias identidades.
En mis relatos se hallan patrones y todas esas anomalías, propias de todos los reinos. Son enmascaramientos, alteraciones, reflejos, riesgos y preguntas… muchas. En ellos ocurre lo mismo que cuando la lava se desmorona, filtra y junta con el hielo: se hace más poderosa. Saca su músculo, su talento, su tremendismo. Lo que es, es, siendo.
Es otro modo de medir esos ruidos de impacto, traumas sociales tan cotidianos y corrupción si acaso, que tan reconocibles se nos hacen cuando nos paramos a datar y llegar a esos sonidos continuos que nos son integradores, aunque sea a destiempo, solo con su rutina, su amor, su trabajo o lo que sea. Momentos en los que se acaban las lealtades y los que fueron amigos quizás ya no lo sigan siendo. Dudosos pasados donde se arrastra la larga sospecha de falsedad, de exhibicionismo y los tiempos del después.
Relatos que son mucho más que el escritor que los narra, son titulares, evidencias sociales. Historias de fortuna y violencias, algaradas, cuentos que suenan a personajes surrealistas, almibarados o tremebundos por sus problemas; gentes que contestan fatalmente cuando se les acorrala, también mentirosos gentiles. En imágenes vendrían a ser los que desean unos pocos, que no siempre el deseo de quienes tienen que aguantarlos.
Todos los clichés, prejuicios y las calamidades se dotan de la veracidad más visceral, o de canciones para vivos y muertos cual oro y perspectivas. Si bien, quedan las dudas, las opiniones, porque para el lector esas canciones son muy suyas, y se asemejan y atormentan. No por miedo, sino por verdad, al corresponder a hechos.
Y sí, todo relato tiene su antes y su después: su vida. Están los placeres enormes de las rimas del desamor, como aquel Es lenguaje del pasado; comienzos, ya distanciados, que no son insufribles, ni mucho menos. Tampoco resulta difícil de comprender la fuerza motriz de lo que No tiene ningún sentido, que vendría a ser una referencia continua para evitar los ostracismos. Y para fugarse, cabe llegar a ser Fugitivos. Pero para relatos más que actuales los acontecidos en Deseos Humanos, a falta de La Francotiradora de su tía, una que jamás caducará, como el agua, que gusta verla, legendaria, normal en su desamparo… a la que le queda bien poquito.
Relatos, todos, al fin y al cabo, para después de la alegría, de la plenitud, del amor y esa emoción de la posibilidad que a todos nos gusta; mayúsculas o minúsculas con sus muchas semejanzas. Hay diez centímetros de silencio entre tus manos y mis manos, una frontera de palabras no dichas, entre tus labios y mis labios… y algo que brilla así de triste entre tus ojos y mis ojos.
Hizo su trabajo, pero no gustó a algunos. Concretamente a dos, que, además, creía que eran de los buenos amigos, pero se lo llevaron muy por lo personal, o eso pareciera, dadas sus conductas y su frágil moral. Gran parte de lo que no hizo le concedió el privilegio de ser acreedor del elogio o de la censura.
Lo que él no quiere es que la intranquilidad le haga perder la perspectiva. No. Él mismo se ha preguntado varias veces si ha sido un hipócrita o no, como acusado que parece, tanto en lo personal como en lo laboral. Mira su propia suerte, y hasta se pregunta ¿cómo pudo ser tan imbécil?, ¿o si se dejó engañar por ese mar de hierba? ese inmenso reino de la amistad.
Pero ya nada es igual, porque el teatro es la fotografía del alma, y aquí no hay teatro, por eso todo duele más… les viene a ser un traidor, un hombre de paja. Ni mirarle a los ojos ha podido su amigo en tal extrañeza, pero le acusan; y eso que ha sido el único que les defendió. Con ella un apenas –buenos días– que resonó a sucio, del peor tabaco.
Ya todo serán vísperas, juicio. Así es la condición humana y sus artimañas, que quema, falsea, cuando no nos gusta, faltando a todas las glorias.
¡San Judas será y es ya!, el que traicionó su sanedrín… jamás lo hubiera pensado de ellos dos, para estar otra vez donde empezaron –extraños-, sonando raro las decencias y obligaciones en tanta jaula.
De haber sido mujer, como Gilda, esa Rita Hayworth de 1946 (otra Judas), hubiera sacado las uñas, temiendo sufrir de amnesia o algo parecido, haciendo frente a esos arrebatos de la fragilidad del bien, para no vivir en el vacío, porque necesitaría una razón para tantos pecados: “¡Con qué felicidad se echan fuera las emociones y se pone la gente a la defensiva!”. O el Glenn Ford de la misma: “Por amor de Dios cada cosa a su tiempo”.
En fin, que ese Judas tendrá que ser un aventurero, como decía Gilda (Rita), con su amado mío (“yo podría ayudarte a recuperar esa práctica”), porque precisa de alguien verdadero a quien darle las buenas noches y que no haya más máscaras, dado que el odio (es casi odio) es una emoción muy intensa, y África queda lejos, o América, así como que no se pueden suprimir las emociones o cerrar una ventana sin más. ¡Pero basta ya de antifaces!
Sí, todo problema para alguien, es cualquier cosa, menos insólito. Sí, las emociones nublan el cerebro. Amor, toda una pluralidad de bienes y la vulnerabilidad de la vida humana ante la fortuna y la naturaleza de la amistad.
“Qué silencioso es que no haya absolutamente nadie, ni esas buenas noches”.
“Las cosas malas terminan en soledad hija mía”, un proceso natural difícil de detener (de otro grande entre los grandes, que firmaría cualquier idealista). Veredictos que no deciden nada en el día a día, luego Judas, le llaman Judas, como que desconocidos, siendo no más que un hombre solo al que no le gustan las miradas de derrota.
Para vencer la jaqueca, ella emprendió su crucerito paradisíaco en busca de su hermana china lo menos, rebuscando sin que la báscula se le acentuase, hasta sintiéndose más joven y liviana en sus variados aspectos.
Huelga decir, que no encontró nada. Pero al menos, se evadió de las políticas de todos los días en las que los de la ejemplaridad no pueden con su propio hedor; los que buscan servir de remedio y atrezo andan de mal en peor; los de la regeneración moral se visten o desvisten (ni ellos mismos lo saben) de las mismas rutinas que los anteriores, diciendo sin decir; y aquellos que se erigieron como salvadores tomándonos por viejos idiotas, siguen sin tener más que su primera persona como enmienda única, ya ni sonrisas invitadoras. Cierto es, que el hastío es indescriptible, como que demasiado.
¡Y no me extraña!
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