Un niño traba amistad con seres fascinantes, y si es niña más todavía. Esas dos pequeñajas, Grecas y Lunares, ya están entre nosotros. Son ese viaje que asusta a la literatura infantil para mayores. Esgrimen todo tipo de argumentos, con sonrisas teatralmente dulces y esas cosas que sacan de quicio a su madre.
Sondean con avidez, hablan incansables, una de ellas, la otra espía. Entre tanto, sus animales, en un festín continuo. A quien los mirase le resultaría difícil imaginárselos capaces de hablar, si bien dan rienda suelta a su imaginación, con el trabajo de ella: Grecas. Alguien de aspecto infantil, alguien capaz de presumir de cualquier cosa menos de su cuerpo, como su hermana.
Prisioneras, prodigio, medio milagro, un puñal para esos padres… o simplemente alguien con ganas de vivir, son. Incluso antes de que nadie empiece a hablar. Pero hay un olor a orfandad, fruto de un encuentro fortuito, quizás.
¿Quién eres?, me preguntaría yo si las tuviera delante. Una con botas militares, la otra descalza, en esa alfombra tan suya, plaza de los inocentes.
Y como desconocido suspiraría, por tanta sombra de duda que dejan el par de dos, con la agonía y éxtasis de sus allegados y el castigo social de nuestra sociedad, que margina la realidad de nuestros propios conflictos. ¿A santo de qué las he inventado me pregunto?, ya no me las puedo quitar de encima. Hasta la acuso de poner su futuro en peligro, con lo bien que estaban en la alfombrita, con la inmensa Finnegan y su caparazón, el felino Guerneville, y los tres tenores de sus jilgueritos: Gianluca, Giambattista, Gianfrancesco.
Sitios que bien podrían ser el faro del fin del mundo, lugares donde uno se aleja de las reglas del tiempo y atiende a otras lealtades que huelen a sencillez y a humanidad, ante lo insólito de la situación… porque por más sonajeros, encierros, herraduras, alarmas, turistas y candiles que nos pongamos o con los que nos crucemos, el lugar es como para pegarse un tiro.
Ese mundo latente se asoma sin engendros desde la Roma, pasando por el Renacimiento hasta las edades modernas, desde luego con evidentes aciertos. Es, por tanto, una realidad discreta, oculta, lista y desvelada que da que pensar, no solo ver. Ahora, como entonces, no sé si podríamos crear así de bien. ¿Acaso es que no nos impregnan tanto las efusiones carnales?…
Merodeo, visito, engarzo situaciones, me ajetreo en según qué circunstancias y salen esos pulsos profundos, bien logrados y mejor definidos. La fuerza irrefrenable te lleva a querer verlo todo sistemáticamente… Y lo del silencio… lo del silencio es igualmente cierto: en este lugar existe una canción para los vivos y otra para los muertos. Quizás sea lo más propio del lugar, y lo que infunde más respeto, desamparo y abandono.
La próxima vez tengo que venir acompañado, tanto matiz, tanta riqueza, te deja solo y te otorga una personalidad rara, muy marcada: maquiavélica y florentina; supongo que con ese hacer bondadoso del compartir afectos y fraternidad, todos estos cánones que otros idearon calan mejor al alzar los ojos ante la inmensidad, una tras otra, provocando ese vacío que pide a gritos.
Sin duda, seguiré abusando de este lugar privilegiado y dinástico aunque lo vea todo del revés, pues los fantasmas a uno siempre le persiguen por aquello del trágico realismo. De ahí que me sienta un oso y no un niño, pero un oso bueno, al menos… con un pie en el paraíso. ¿Cuántos habrá como este me pregunto? como parte de todo ese extrañamiento, plagado de todo ese sentido del tiempo que atenaza y turba como si fuera contando nubes y más nubes, sumido en laberínticos paseos bajo la realidad, la alucinación y el sueño.
Porque lo de soñar, sigue siendo mi epidemia y mi albor. Quizás ella esté aquí, lo mismo es que un día vino y ya nunca llegó a recuperarse completamente, quedando en tal apogeo… Aún es de día, me creo, y miro de soslayo mi musa. En casa, la sombra del ciprés es alargada, el campanario siempre suena igual. Viento sur hace, el perfecto para un viajero emigrante, las basílicas y galerías. Y hojas rojas veo por esos mundos. ¡Hasta los árboles son refugio! Dan norte, a todos los sueños y cuerpos cincelados.
Ufff… apenas unos días que llevo, y ya lo siento como un año en mis vidas. ¡Qué guerras disputaban nuestros antepasados! Yo querría ser uno de esos príncipes destronados.
“El mundo que agoniza“, dicen los que no tienen madera de héroe como los de antaño, o los banqueros que no saben gestionar todos los parabienes. ¡Anda que no estamos despersonalizados! amorfos y sumisos. ¡Cuánta estrechez, abandono y miseria! Y qué bonito es esto, todavía me siento como un niño, muy lejos aún del nunca o nada, del todo o siempre, amigo de su propio oso. ¡Será Florencia!, ¡será el renacer!
A la metrópolis le sobra toda la masificación para poder abordar de mejor modo los reductos de integridad y autenticidad mágicamente, que los hay, tantos como muertes y resurrecciones, censuras y aquellos sentidos del progreso tan dignos como vapuleados. Tal vez sea el tráfico, las intransigencias o los pensamientos negativos lo que a uno le hace preferir salir escopeteado, que albergar más y más. O que no sé musitar más de lo razonable, expresarme, cambiar mi mente y mi vida, entumecido y necesitado de dosis de fantasías. Los monstruos y los fantasmas son reales: viven dentro de nosotros por aquí, y a veces ellos ganan. Sí, y los creyentes con una mano rezan y con la otra pecan. Primero las sonrisas, luego las mentiras, por último los trompicones. He matado a la mayoría de los malos, también a alguno de los buenos. Estorban. Sabía que iba a ser laborioso.
¿O será el reflejo de lo que uno quiere y no puede? No soy un santo inocente, ni los que aquí perecieron, y crecieron. Hay besos que se dan con la mirada, otros de memoria.
¿Quién sabe si tendré una gripe incontrolable entre tanta belleza y me quede? Florencia es la epidemia de la primavera al albor del otoño: duele todo, gusta todo. Lo mismo hasta lloro de dolor al intentar huir: parece imposible volver atrás. Necesitaría volverme de hielo, imaginar e idealizar la rutina diaria.
¿Se pueden gobernar las leyes secretas del azar?, ¿y los hechizos del corazón?… no sé, siempre queda el mañana; el mañana de los niños que se hacen mayores y llegan a la edad juvenil, su primera frontera conocida. Para la cual se precisan normas, sin ellas ¿hasta qué punto podríamos ocultar un secreto?, ¿ni un solo momento?
Dejar de ser niño es esa corona negra del día del mañana, cuando el sol ya no parece el astro sol, por estar demasiado cerca de todo. Es como escuchar música con subtítulos, que no es lo mismo. Además, si nos roban nuestra cultura, la humanidad de esos chavales difiere, y mucho. Neruda lo hubiera dicho con su prosa de las buenas reconquistas: si nada nos salva de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida.
Todo, porque los humanos son los únicos seres vivos que no tienen suficiente con ellos mismos, y hasta un lobo se cansa de aullar a su propia luna, con el calendario abierto de par en par. En cualquier caso, siempre nos quedarán las mañanas con sus miradas cuando ya no hay amor:
–Yo sueño que estoy aquí destas prisiones cargado, y soñé que en otro estado más lisonjero me vi. ¿Qué es la vida?- se ayudó, y mucho, de las manos. –Un frenesí. ¿Qué es la vida?– incidió. –Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño: – la miró de todas, todas. –que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.
Luego se habla de esos ojos de hiel que brillan en la nueva niñez. Pero eso es también soñar, y obligarse a compartir, como en El día que llovió hacia arriba donde se podría decir que la sustancia invisible de los cielos hizo el resto.
Hay estilos de vida que no aprobaríamos. Estilos que no hemos ni probado a llevar por cercanos o extraños. Estilos que nos son discordantes, repugnantes, que depredan nuestro sentido común. Y estilos, que, cuanto más los vemos, más nos gustan. De esos en los que la experiencia de los sentidos te dicta, si necesitas un corazón o te morirás.
¿Estás satisfecho con lo que has hecho con tu vida? Imagina que morirás mañana…
No, si la jueza llevará razón, encima: en una ciudad pequeña, de cada dos personas, una te odia y otra te quiere… Pufff. Aquello que fuimos, corazones de sapo, si acaso.
Ni el amante más minucioso del mundo podría sucumbir de igual modo, las becarias reímos al final sin que se nos vea.
-En la miseria hay muy poco dinero- comentó antes de despedirme, todopoderoso. Lo hizo después de que no aceptase bailar para ellos.
–Si bailas aquí, bailarás donde sea– mencionó al abrigo de una buena botella de bourbon y un caprichoso reloj que me puso delante de mis narices, desvistiéndose y a punto de caramelo.
Pero sí, siempre es lo mismo, tal y como voy experimentando. –Los ojos nunca cambian-. Me fijo en ellos toda vez que puedo; a decir verdad, siempre.
El día de mañana deberá reconducir su empresa, y sus días. O traspasa su mayoría accionarial o la perderá para siempre, ellos, marido y su querida mujer, y todos sus extraños agasajos, que soy yo quien les tiene pillados. ¡Ya lo creo! ¡Pero que bien!, nada me va a ser suficiente.
-Este es mi espacio, y ése es el tuyo- me señaló su mujer, dispuesta y picajosa, con su vestidito de dulcísimos tirantes cuando la usó para vilipendiarme más, señalándome la puerta de salida de su edificio.
Pero para una becaria en ciernes, no hay mayor lección ni territorio que saber que todos tenemos algo que perder, es lo que les cuesta aceptar a esas clases; ya irán madurando, van por buen camino. Todo a su debido tiempo.
–Las hazañas por sí solas no valen si no sirven a un fin mayor– les explicaré, cuando proceda. Una madre no se rinde si su hijo vive, ellos echaron a la mía, que les limpiaba su propia casa. Aquel día, que supo ver. Sí. ¡Mi propia madre! Le preguntaré qué quiere que haga con esas conversaciones tan insinuantes, hoy en día todo se copia. Antaño, mi madre no pudo ni despedirse de los niños: ni la dejaron cambiarse de ropa, salió con el mandil.
Podré soportar este paraíso. Ahora sí que voy a ser la generación soporte, como me decía mi profesor de Económicas; aunque que quién sabe, algo se traía entre manos.
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