Cuanto más cerca la profundidad de la belleza es más agónica y deseable, y eso que se es muy consciente de las dinámicas y la estática de tanta mar. Ni remando a brazo tendido se avanzaría más. Hay momentos en los que no, porque el retorno es también ese patrimonio perdido.
¿Serán verdad todas esas cosas?, ¿de veras habrá alguien esperándome?… ¿El bebé del puerto será mío? ¡Malditos siete minutos!, y las medias horas de tanto decirse y extrañarse. Nunca es una palabra que asusta.
Llegué tarde al tren, no me dejaron ni intentar subir al mismo, creía que podía lograrlo, de hecho, vi a una mujer que corría tras de sí. Ahora es ella la que me consuela, no lo sabe, pero sí. Reclama, ha solicitado la hoja de reclamaciones. La atienden con muchas diligencias, esa que dictan las marcas de raigambre: va por el segundo mostrador, le quedan otros tantos a mi entender.
Yo la veo, y no paro de mirarla. Me duelen los ojos de tanto disimulo. Va de informal, de culta, de hípster, rapera, lista, guapa y fea. Lo es todo, como las vías y su desamparo, que acogen. Son la verdad de este suburbano y valle inacabado, lo que nos une a todas las identidades.
Muestran la pureza del instante como nadie, las vías están hechas de la ausencia del tiempo; la piel es quien mejor las entiende, y los ojos, que aún me duelen; y que sigan. Sigue siendo bonita, única. Abajo es la mejor crónica de paso. Antes hubo perfectos desconocidos y sus traumas. Hay pintadas, muchas. No las entiendo, cuesta ser todo y nada en un santiamén. No obstante, las paredes y todo ese inventario, como si fueran las cinco de la mañana te despiertan: son faros de raros grisáceos por colores que haya. Y cierta acusación. Lo mismo que esa y yo, la que reclama y se entienden, que no terminan de hacerse caso, y eso que se miran: ¡vaya que si se miran! Son tan extraños como estos túneles, que no son un almanaque sino un sentimiento de alguien: muchos, todos, nadie.
La desigualdad y los modelos de crecimiento urbano son otro cine de la vida. Sí, estamos más cerca de lo que creemos.
Es muy difícil convencer a alguien cuando está enfadado. Tampoco es fácil hacerle cambiar de opinión cuando lleva toda la razón. El caso es que hay rutinas que son los mejores y peores ideales pacíficos de la historia. Para unos, recoger las hojas de higuera cuando las mismas se agostan y marchitan con los primeros hielos, así como, en días previos a esos intensos fríos de invierno, el mero hecho de proteger los grifos que están a la intemperie con plásticos y paja si fuera posible, sujetándolos con una cuerda que lo anude muy bien, prieto todo, por unos meses.
Haciendo eso mismo, experimenté la abrupta soledad y la sorpresiva compañía del paso de los días:
-Pon aquí el dedo- le pedí sin más a un pequeñajo, viéndolo llegar.
En ese momento me vi tontamente reflejado, y no podía dejar de apretarlo todo. Con el paso de los años había ocupado, sin querer, el lugar de mi padre.
Rastrillando las hojas ya no había nadie, ni quería tener a nadie, ¿o quizás sí? Era una semana más tarde, lo mismo dos o tres, da igual para el caso, porque el archivo visual me dictaba dos caminos: aguantar el paso de todas y cada una de las estaciones y añadas tal y como fueran llegando, o ponerme al día, siendo yo, yéndome, como siempre quise:
-Cuando me toque la lotería me iré de aquí- afirmé en una comida estival.
Sí, mis ojos lo ven, pero mi cabeza no acaba de entenderlo. Son herencias, son decisiones. Es el sentido de un final: no hay nada más grande, ni parecido. Es cierto lo que dicen: que uno es el último en enterarse de lo que le sucede. Yo lo he visto, me he percatado. Sí, la transparencia es una forma legítima de presión. Cuando nadie se aparta todo es un bucle interminable de refuerzo aterrador, autoritarismo y malestar. Quizás, deba irme y no aguantar más, quizás, porque no siempre lo que uno recuerda es la verdad, y extrañamos más que vivimos.
“De amor, no preguntes nunca a los cuerdos” dijo alguien que leí no hace tanto, en estos mis días de fríos. Me basé en eso para no irme, por antaño. Pero no es razón para quedarse, y, sin embargo, nos lo venden como un código ético inquebrantable.
¿Qué pasaría si uno lo deja todo y empieza de cero, en otro lugar, con otro trabajo, abandonando su casa, malvendiéndola si fuera necesario, dejando un puesto de trabajo fijo y la comodidad de una ciudad dormitorio y de servicios, solo, absolutamente solo, cosa que no le resulta extraña en su razón de ser?, ¿es la lógica de lo absurdo?… ¿por qué subir la misma cuesta, siempre? ¿Acaso hay algo más que a uno lo retenga?, ¿apareciste por fin?
Incluso a más pequeña escala la catarsis tendría otra naturaleza helada. Se la juega, toda vez que está asegurándose esa caridad del saber destacar.
Sabe que la miran. Lo sabe. Está bajo cero, y colabora. Le duelen las muelas en esa superposición de tanto tránsito. Su soledad es terrible, impropia. Cambiaría, más debe cruzar… pero tendrá que conformarse… y sonreír.
No puede ir menos excelsa. Le penaliza mucho que lleva cuatro años pasando por el mismo sitio, sin descanso, a las once de la mañana; y siempre se oscurece, el mundo rota y ya nada es seguido. Todo se para-acelera, descansa-sufre. Y los malos son más o menos fuertes.
Desarrolla una larga paciencia, de terna dama, y piensa en su duelo, pasando, acerca de cómo y por qué el cielo es el infierno. No depende de sí misma. A las seis y media ya habían atropellado a otra. La primera. Hacia las ocho iban dos. Era una mujer que se casó con un hombre, muerta a los setenta y cuatro años. Justine literalmente está conmocionada, además de no poder ni denunciarlo, no puede revelar ninguna emotividad, eso les escandaliza más a los que conservan su fuerza en el pedal y el embrague. La metrópolis los ha absorbido, escondidos en sus viejas y laberínticas calles.
El convencionalismo social expresa, matiza y transgrede tantos pretextos que da seguridades a los payasos. Uno mató a sangre fría a treinta y tres personas. Se centraba en los hombres muy jóvenes, luego se cebó con las más mayores. A Justine se le suceden muchas causas.
-¡Bésame el culo!, ¡nunca sabrán cuál será el último paso!- declaró al salir del centro de internamiento ese conductor que una vez volcó.
Vuelve a estar libre. No tuvo ni pizca de humildad. A las doce horas ya se sentía mejor, había retornado a su repugnante e inhumana organización. Justine no puede ni preguntarse qué les lleva a los delincuentes a caerles bien. Culpable de nada, no para de acordarse de familiares, amigos, víctimas y extraños.
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